El aire recorría gélido y cortante, agrietaba sus labios empapados de un espeso líquido de color intenso. Era grande, espaciosa y fría... muy fría. La calidez que alguna vez hubo en aquel lugar se había ido, así como el brillo de su mirada, que ahora miraba espantada a un punto perdido en la inmensidad del espacio, y que ya no podía transmitir aquella seguridad de los ojos de él, su mirada, aterrorizada volvía a vacilar.
Miraba al techo invadido por tanta humedad, como gritándole en silencio a todas sus penas, podía sentirlo, apretándola aún más en el pecho. Sí, ella estaba convencida de lo que aquella noche había escuchado, lo sentía como un deber, y ¿cómo negar aquel sentimiento tan fuerte? Pensaba que podría librarse al fin de su interminable agonía. Se quebraba, lloraba y volvía a tomar el arma asesina.
Sus manos comenzaban a temblar de una forma que hasta al más desquiciado de todos asustaría. Lo miraba allí, estaba inmóvil dentro de un charco de sangre, las heridas en su rostro eran profundas; el pobre hombre no podría librarse de las cicatrices nunca más. Lo contempló desde un ángulo sombrío de la habitación, cerrando los ojos y trazando el plan en su mente por décima vez en la noche. Los gritos de dolor, desgarradores de aquella alma la hacían dudar, hasta llegar a pensar que era un error seguir fielmente las palabras que escuchaba dentro de su ser, pero el amor que le tenía a esa entidad era más fuerte que las súplicas de cualquier víctima.
Tomó el último sorbo de vodka y estrelló el vaso contra el suelo, sonriendo al ver que por fin tantos meses de espera habían valido la pena, lo tenía a él en el momento que quería, en la situación que quería, y en donde ella quería.
Volvió a levantarse del suelo, después de horas dudando y analizando meticulosamente sus ideales, se sentía segura. Caminó hacia su lado, y apretó fuertemente su mano; él sonrió al verla, tenía una salvación, pensó. Ella le devolvió una amplia sonrisa, se inclinó para depositar un beso en su frente, mientras lentamente con una mano sacaba del bolsillo trasero de su jean negro aquel objeto metálico, frío y punzante. Esta vez no vaciló cuando lo clavó en la mitad de su frente, después de haber sellado su muerte con sus labios asesinos.