Pecados.

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El crepúsculo ya caía cuando la vio. Una niña pequeña, sola sentada entre los arboles que delimitaban la estrecha carretera por la que transitaba.

Le calculaba unos seis años de edad, siete como mucho. ¿Que hacía una niña tan pequeña sola en mitad de la nada cuando estaba a punto de anochecer?

Probablemente —Pensaba Ted para sí mismo— Debe de vivir en una de las plantaciones de lavanda que hay por la zona. Habrá peleado con su madre y en medio de la rabieta, ha decidido irse de casa. Quizás los padres no se han dado cuenta, puede que ni siquiera la estén buscando aún.

Descendió la velocidad de su Toyota hasta detenerse completamente cuando llegó a su altura. Sacó la cabeza por la ventana, mostrándole a la cría una sonrisa tranquilizadora y le hizo señas con la mano para que acercara.

La niña lo hizo, sonriéndole de vuelta. Ahí fue cuando Ted se dio cuenta de que su largo vestido rosa estaba manchado de tierra, de que tenía pequeñas hojas y florecillas enredadas en la melena castaña y que portaba entre sus manos un improvisado ramillete de nomeolvides.

—¿Te has perdido, pequeña? —Le preguntó en cuanto la tuvo a una distancia suficiente para comunicarse con ella sin tener que gritar.

Las mejillas de la niña se encendieron con vergüenza y apartó la mirada.

—Si, señor —Contestó apenada una vocecilla infantil— Estaba recogiendo flores y me alejé demasiado del camino. Sé que no debo hacerlo, pero las flores más bonitas están dentro del bosque.

La niña alzó el ramillete que llevaba para mostrárselo, queriendo corroborar así su afirmación.

—Son muy bonitas. —Coincidió Ted ampliando su sonrisa.

—¿Le gustan las flores, señor? ¡A mí me encantan! Y a mis amigos también, todas las semanas sus padres les traen flores para que se pongan contentos.

Aquello extrañó a Ted. ¿Quién compraba flores una vez por semana para sus hijos? Lo pensó un momento, pero luego recordó que toda aquella zona estaba llena de cultivadores, la mayoría de lavanda, pero también algunos de azafrán o de girasoles. Probablemente la niña se refería a eso, no era de extrañar que una madre amorosa cortase un par de flores de vez en cuando de sus propios campos para dárselas a sus hijos si tanto les gustaban.

—Me gustan mucho las flores —Respondió, haciendo que los ojos de la pequeña se iluminasen emocionados.

—Puedo conseguir flores para usted, si quiere. Seguro que mis amigos me dan alguna de las suyas. —Respondió contenta.

—No hace falta, cielo. Lo que deberías hacer es irte a casa, se va a hacer de noche y tendrás frío.

Ante eso, la pequeña esbozó un puchero.

—No sé cómo volver a casa —Lloriqueó limpiándose una lágrima de la mejilla.

—¿Quieres que te acompañe? Puedes subirte en mi coche y daremos una vuelta por las casas de la zona hasta que encontremos la tuya ¿Que te parece?

Todo rastro de llanto desapareció del rostro de la niña, siendo sustituído por una sonrisa de oreja a oreja que mostraba unos dientes torcidos y algo amarillentos.

Ted abrió inmediatamente la puerta del copitolo, la niña se subió de un ágil salto, feliz, y Ted se inclinó sobre ella para colocarle el cinturón. Fue ahí cuando notó algo extraño. La niña olía a lavanda y a nomeolvides, a flores en general, pero debajo de todo ese olor había otro mucho más desagradable que no notabas hasta que te encontrabas muy cerca de ella, un olor extraño, como a podrido.

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