Horizonte de coral

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Los tritones no tenían permiso de salir del agua hasta que hayan cumplido los quince años, pero a ningún humano se le prohibía ingresar.


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Siempre era común que aquellos ciudadanos de las profundidades del vasto océano recibiesen la orden estricta de retornar al mar cuando se vea a lo lejos a los hombres tomar las redes y preparar los arpones que abordarían los barcos dispuestos a irrumpir en el hogar de las criaturas marinas que los observaban atentamente por cada centímetro que la marea los alejara de la costa.

La luz del sol se filtraba en estelas que rompían por la oscuridad de la navegación superior, los peces se apartaban al pasar de sus semejantes en cola cuando estos chiquillos se empujaban entre sí, enredándose en la flora del fondo de mar, o molestando a las estrellas destellantes y jugando con las luces que llenaban de vida sus risas al rodear sus cuerpos para no interferir en su camino.

Uno de ellos hubo de molestar a un cardumen al cual dispersaron de su formación. Bajo aquel manto azul al que los humanos temían durante la noche, la luz se desvanecía a su paso capturando la atención de los seres que, por temor a un castigo severo del rey de mar, nadaban hacia la arena en la que podrían ocultarse.

No había oscuros bosques entre cuyos árboles caminar, ni carretas de increíble tallado a los cuales transportar, mucho menos marcas de pasos a los cuales perseguir para no perderse de su destino. Era una extensión de maravillas meciéndose con la marea que quien viva fuera del agua jamás podría presenciar.

Había formaciones rocosas ocupando los lados de los senderos borrados por el constante esparcimiento de las aletas que nadaran sobre ellos, los corales de colores vibrantes les ofrecían un escenario verdoso y confortante cuyas plantas de gran extensión se mecían, plantas que parecían jugar con el tritón que hablaba con ellas a la falta de compañía, respondiendo con un balanceo delicado para permitirle el paso.

Con el roce apenas perceptible de la yema de sus dedos, las flores despertaron a la primera señal de adoración y los caballitos de mar le provocaron cosquillas al recorrer una fila imaginaria que envolvió al joven príncipe hasta que los vio alejarse hacia la comitiva de familiares que acudían al nacimiento de una nueva vida que llenaría pronto los espacios repletos de jardines que serían su nuevo hogar.

Al levantar la mano para despedirse, siguió la dirección de su palma con una sensación de extrañeza y vio una vez más la superficie. Ninguna criatura, sirena o tritón, que perteneciera al reinado de su padre podía aproximarse si no se contaba con la edad que este había impuesto, nadie sabía con exactitud si el mar o el rey era quien castigaba a quien quebrara ese juramento, pero pocos que vivieron ante ello han sabido dar una explicación.

Tails Prower contempló una pequeña oscuridad que se asomaba por los límites del mar, sus ojos azules como el agua que lo rodeaba mantuvieron puesta su atención en lo que claramente era un barco, su flequillo ambarino se mecía por la marea natural del océano y su mente intentaba recordarle que no podía anhelar algo que por ley no podía tener aún. El tritón bajó la mirada donde su cola se extendía frente a él y su aleta se agitó para recordarle que dejara de pensar en el exterior.

Era un príncipe, y como tal no era su labor ni tarea u obligación acercarse a los extremos y arrecifes con el riesgo de que un día fuese capturado por temibles redes. Zails Prower era su hermano mayor, usualmente no portaba la corona de turritellas doradas a menos que fuese un evento de especial atención, además, era el único de los tres hijos del rey del océano que ya había alcanzado la posibilidad de romper la tensión del agua desde hace muchos años.

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