20. Protector, héroe y algo más

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El mayor de los Storni encontró refugio al caos en una pequeña habitación que utilizaba como oficina personal y, no obstante, sabía bien que debía llamarle un taxi a Lexy, postergó la llamada por un largo rato.

En vez de eso se quedó reflexionando sobre lo que había ocurrido y la rapidez de los hechos. En un abrir y cerrar de ojos había decepcionado a su hermana y, junto a ella a Lexy, la muchacha que lo tenía la mayor parte del día confundido y asustado.

Aunque quiso quitársela de la cabeza por algunos minutos para poder pensar con mayor coherencia, no tuvo éxito y es que seguía dándole vueltas a la situación que la envolvía. Sus problemas familiares, su baja autoestima y sus dramas amorosos, esos que la sometían como esclava de golpizas que no merecía.

Decidió entonces que no podía ser tan desdichado cómo para enviarla en un taxi a su perdición y decidió que debía llevarla personalmente al lugar que ella quisiera. Se armó de valor y se despojó de sus miedos para enfrentarla y, cuando llegó a su habitación, la encontró dormida sobre su cama. Tenía su bolso apretado contra su pecho y el rostro escondido entre sus almohadas.

Se sentó en un pequeño diván frente a ella y la observó en silencio hasta que la chica despertó y lo miró con vergüenza.

—Te llevaré a casa —musitó y se levantó desde el diván.

—No es necesario, en un taxi estaré bien —contestó ella, contraria.

Estaba muy dolida por lo que sus ojos habían visto en la mañana y, si bien, seguía repitiéndose como cotorra vieja que Joseph y ella no tenían nada en común, ni siquiera las fuertes ganas de tener sexo, su cuerpo le decía otra cosa.

—No, Lexy, no irás sola, te voy a llevar a casa o a donde quieras ir —repitió él con paciencia, esa que estaba seguro no poseer. La joven le dedicó un aspaviento—. Sí quieres, puedes quedarte aquí hasta el domingo, no te voy a molestar, Emma tampoco... —susurró avergonzado.

La muchacha lo miró con confusión desde la cama y arrugó el entrecejo para luego negar con la cabeza. No podía acceder a tan incoherentes ideas. Quedarse otro día allí, junto a él y su persuasión dominante, resultaba para ella —débil como un pajarito— tan luctuoso como dormir con el enemigo.

"Vamos, hombre, la muchacha no quiere quedarse aquí, ya te tiene miedo". —Molestó su conciencia y Joseph suspiró afligido.

De verdad quería tenerla otra noche junto a él y no le importaba si no podía tocarla, al menos se confortaba sabiendo que ella y su delicadeza estarían atestando los vacíos dormitorios de su propiedad y también el vacío corazón que acarreaba dentro del pecho.

—Iré a quedarme con mi abuela, es lo correcto —afirmó ella, interrumpiendo sus pensamientos y ella se levantó de la cama para dar pie a marcharse.

Primero, él retrocedió, asustado de tenerla tan cerca. No era capaz de responder por sus actos y el solo hecho de sentir su aroma lo desconcentraba. Pero después se tranquilizó al percibir la frialdad de la muchacha y solo la siguió por el corredor, embelesado con su suave y pasmoso caminar. Él se perdía gracias al movimiento de su vestido contra su cuerpo y la delicadeza de sus pisadas.

Desde la distancia la detalló con esperanzas, tal vez con imperceptibles chispas de ilusión que buscaban amparar su corazón, pero una vez más, sus errores la alejaban, marchitándolo tanto como ella se hallaba.

Joseph condujo en silencio por un largo rato y, aunque anhelaba mantenerse tranquilo hasta que el recorrido terminara, el mutismo de la jovencita que viajaba a su lado le volaba los sesos.

Encendió el estéreo para armonizar el ambiente y abrió las ventanas para limpiar el cálido encierro en el que se topaban. El aroma de la jovencita lo tenía mareado y se estaba muriendo por robarle un beso, por tocarle el muslo con suavidad y recorrer su piel con la punta de sus dedos.

Siempre míaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora