CAPÍTULO IV - Un problema grandísimo

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Cuando despertó, se encontraba acostada sobre una cama bastante dura, con la sensación de haber tenido el sueño más reparador de su vida. Se sentía enérgica, con viveza, y quitándose la sábana del torso, murmuró para sí:

-¿Entonces ahora soy Leticia?

Se miró las pálidas manos y los pequeños pies. Claro que no podía saberlo, ella y Leticia eran gemelas y por lo tanto, muy parecidas, salvo que Leticia era más menuda, delgaducha y blanca, y tenía la nariz más respingona que la de Ana, por lo que la gente solía decir que parecía un conejito. Anabelle se palpó la nariz, pero no notó diferencia alguna con la suya. Y al mirarse el cuerpo, tampoco percibió ningún cambio.

-Si soy Leticia, todavía me parezco a Ana -se dijo, sintiéndose rara por dirigirse a sí misma en tercera persona.

Luego cayó en cuenta del lugar en donde estaba. No se parecía en nada a la habitación que compartía con Leticia; esta era mucho más estrecha y oscura, y los muebles que ahí habían no tenían similitud alguna con los de su alcoba. En primer lugar, varios de los muebles ni siquiera los reconoció: un tocador, una mesita de noche, un armario oliva con unos jarrones de porcelana encima; unos cuadros en donde aparecían gatitos tiernos y sonrientes y un cuadro, bastante gracioso, que en realidad se trataba de una selfie que se había sacado el propio genio Beldán y que luego había colgado en la pared a modo de sorna. Ana sintió que su pecho se encendía del enojo.

-Ese hombre tan tonto -musitó-, ¿a dónde rayos me teletransportó?

Se levantó y al pie de la cama encontró un par de zapatillas muy extrañas hechas de plástico que ni siquiera llevaban cordones reales, sino una patética imitación dibujada en relieve. Se las calzó y, milagrosamente, le ajustaron bien, ¡pero qué raras eran! ¡Y qué raro era el suelo! Ni de mármol, ni de baldosas, ni concreto, sino que estaba revestido de un tapiz marrón lleno de pelusa, mucha pelusa blanca, dando la impresión de que un peludo gato se hubiese revolcado a lo largo de todo el suelo. Anabelle buscó en la pared la puerta y cuando extendió la mano para girar el picaporte se dio cuenta de que se trataba de un simple dibujo trazado en la pared con marcador azul.

-¿Pero qué?

Palpó la pared y en lugar de ladrillos, percibió el tacto de un cuero viejo y frío, que olía a talco para pies. Un par de golpecitos bastaron para levantar una polvareda blanca. Anabelle la recorrió toda, dando una vuelta completa alrededor de la estancia y retornando al mismo lugar. No, no había ninguna puerta, ni siquiera una sola ventana real. Todas estaban dibujadas en la pared. ¿Se trataba de un calabozo? ¡Oh, no!, ¿era esto el purgatorio? La habitación tenía forma alargada y curva, sin esquinas. Un enorme agujero en el techo, en el extremo opuesto de la cama, era la única salida. Desde él se podía ver, a lo lejos, una oscura fila de gruesas vigas. Cuando Anabelle observó la habitación desde aquel extremo del agujero logró dimensionar con mayor detalle su peculiar forma. Entonces se dio cuenta y gritó espantada.

-¡Madre mía! ¡Estoy dentro de un zapato!

...

El reto ahora consistía en escapar de aquel zapato en el que el tonto genio la había aprisionado descaradamente. Ahora sí que había cerrado con broche de oro: sin genio, sin deseo, sin aprendizaje, y lo peor de todo, ¡dentro de un zapato! Ese tenía que ser el día más extravagante de su vida.

Anabelle, decidida a no seguir soportando tales tonterías, arrastró la cama (que al igual que todos los demás muebles se trataba de una burda imitación de juguete y por lo tanto no pesaba casi nada) hacia el extremo en el que se ensanchaba el gran agujero. La niña se trepó sobre la cama y saltó hacia el «tejado», aferrándose a un saliente de cuero, que debía ser la correa del zapato. Con todas sus fuerzas, escaló hasta la abertura, asomó su cabeza hacia el exterior y ¡cielos! ¡Qué paisaje tan imponente! Las supuestas vigas que había visto a la distancia no eran más que las tablas que sostenían un gigantesco colchón, ahora más grande que un estadio de fútbol. Oteó a su alrededor y reconoció a la distancia un par de zapatillas, enormes como aquel zapato del que había emergido. ¡Eran sus zapatillas moradas! Y allí estaba la cajeta de sus sandalias, y también, más allá, el peluche de elefante que siempre se le caía mientras dormía. Anabelle supo, entonces, que se encontraba debajo de la cama de Leticia, y aquellos zapatos eran los zapatos de Leticia, y por tal razón es que la pared olía a talco de pie: Leticia era la única que utilizaba ese talco de pie.

El genio de los libros | ONC2024Donde viven las historias. Descúbrelo ahora