Y ahí va él, una vez más. Con su máscara de felicidad puesta.
Aarón salió de su casa a las once de la mañana en punto, vestido, ya, con un traje de alquiler. Buen precio, aspecto decente, discreto. Pasará desapercibido una vez más.
Él debe llegar a su instituto para recoger su diploma de graduación frente a miles de personas.
Frente a miles de personas que seguro, nunca habían reparado en su existencia hasta ese momento. O tal vez, desviarán la mirada cuando el momento llegue, porque todos le tienen vergüenza ajena.
Una vez en su destino, alisa con las manos el traje, mirando hacia ambos lados, vigilando si alguien se acercará a saludarlo de una buena vez.
Nada.
Decide tomar la iniciativa. Camina hasta llegar al lado de unas mujeres.
—Hola—saluda con nerviosismo. No obtiene una respuesta. Una de ellas detiene ligeramente su parloteo, pero niega con la cabeza y sigue.
Aarón trata de hablar nuevamente, pero esta vez con unos atletas de imponente musculatura que se encuentran bastante lejos de las mujeres de antes.
—Hola, chicos—no le responden. Se encoge de hombros, más nervioso de lo que aparenta.
Con paso elegante, insonoro y masculino, se dirige a las gradas. Para llegar debe empujar a algunas personas, que lo ignoran; pasa frente a unos grupos especialmente sociables, que no le hablan; pisa el pie de una mujer, pero ella no siente nada.
Como un fantasma.
Llega a las gradas, en donde todos los estudiantes deben aguardar a que digan sus nombres y así, subir las pequeñas escaleras que dan al gigantesco escenario en el que no está de más suponer, se han gastado millones. Cuando eso suceda, agarraran sus diplomas, orgullosos todos, de haber finalizado una etapa más en su vida. Sonreirán al público, dejándose cegar por los flashes de las cámaras de sus familiares, que con lágrimas en los ojos, los felicitarán al bajar de allí.
Excepto Aarón. Él no tiene a nadie. Él está solo.
La ansiedad le obliga a morderse los labios.
Todos los grupos de siempre han sido destruidos. Los populares ahora conversan con los que antes fueron marginados. Algunas destacadas mujeres porristas hablan con unos genios de la computadora. Completos desconocidos se conocen al fin, se saludan, se desean suerte.
Pero hay una sola persona que no recibe atención alguna. Y esa misma persona ahora bate nerviosamente la pierna, ansioso del momento de su huida.
El momento del inicio llega, y así también los profesores. Algunos suben a los asientos colocados encima del escenario, otros se quedan de pie abajo, vigilando a los ex estudiantes.
Un hombre particularmente robusto y alto, sube pesadamente cada escalón al lujoso escenario ubicado en el centro de la sala. Ese hombre es el director, el cual, es el encargado de dar un inspirador discurso y luego ceder el lugar a otro más, pero esta vez dicho por un estudiante.
Golpea el micrófono unas tres veces, dice algunas palabras de prueba y luego lanza un disimulado suspiro.
Después de unas palabras, por lo general, motivadoras y emotivas, se deja caer en un asiento cercano al micrófono y una estudiante menuda arregla la posición del mismo, para ajustarlo a su estatura. Escruta el público con una mirada retadora, incitándolos a burlarse de ella. Pero no lo hacen. Ella sonríe.
La actitud de la chica le llama la atención a Aarón, quien se inclina hacia adelante y deja de mover sus piernas.
— Buenos días, queridos compañeros—comienza la pequeña mujercita—, como supongo que ya sabrán (y en cierto modo, sería demasiado estúpido que no lo hicieran) —el comentario logra sacarle,al menos, una leve sonrisa a cada uno de los presentes—, éste es el día en el que recibirán sus respectivos diplomas. El día en el que todo su arduo esfuerzo durante muchos años, tiene su recompensa. Este diploma les abrirá nuevas puertas, aún más caminos sobre los cuales tropezar y levantarse nuevamente… —cuando el rumbo del discurso empieza a volverse empalagoso y alentador, como suelen ser los discursos de las graduaciones, Aarón pierde el interés.
Minutos más tarde, empiezan a llamar a los estudiantes por orden alfabético. Él es el primero. Camina temblorosamente hacia adelante y una vez que está al lado de la profesora encargada de entregarlos, logra morder su labio más fuerte de lo que antes había hecho y comienza a sangrar. La profesora finge no darse cuenta.
A pesar de que sus notas fueron las mejores, se le dio un reconocimiento por ellas, e incluso le palmearon la espalda, no recibió aplausos al bajar; se sintió completamente invisible. Una vez más.
Luego de cientos de diplomas más, una tediosa e insufrible espera, y de que varias personas que no sabían de su existencia le pisaran y empujaran, llegó el fin de la dichosa ceremonia. No puede alegrarse más.
Se dirige a la puerta a paso ansioso, y por lo tanto, veloz. No le dedica un segundo de atención a nadie, ya tuvo toda la mañana para hacerlo. Al encontrarse frente a la puerta, uno de sus antiguos profesores toma su brazo y lo arrastra unos cuantos pasos atrás.
—Hola, Aarón—saluda el anciano maestro, con una sonrisa cálida en el rostro. Las arrugas de su cara parecían más amigables de lo habitual.
—Hola, señor Dallas—masculla Aarón, nervioso por recibir atención por primera vez en esa mañana. Sacude su brazo, soltándose un poco más bruscamente de lo que quería del agarre del profesor.
— ¿Cómo estás?—Pregunta, dejando de lado la obviedad de su nervioso estado de ánimo—. Me alegro de que se te haya reconocido como se debe ahí arriba, me encargaría personalmente de eso si no hubiese sido así.
— ¿Yo? no podría estar mejor—le dice el chico con una sonrisa forzada. Mueve sus ojos de un lado a otro. El maestro es la única persona que de verdad puede ver a través de él, y eso le asusta—. También me alegro, gracias por... —se detiene, pensando en qué debía agradecerle realmente—... ¿todo? —masculla, intentado que no se note el tono de pregunta que emplea.
—Veo que tienes prisa—observa el profesor, arqueando una ceja. Su voz parece un poco brusca, ya que el comportamiento de Aarón le está resultando un poco irritante. Alza una mano para hacer un gesto que le "quite peso al asunto"—. No te retendré más, eres libre de irte
Aarón asiente y le sonríe una vez más. Agradeciéndole por nada y todo a la vez.
—Sólo...—le interfumpe el profesor Dallas, antes de que se vaya—. No hagas nada estúpido Aaron. Aprovecha tu nuevo título.
Él se limita a retomar su rápido caminar de momentos antes y no mira ni una sola vez hacia atrás. Está convencido de que si lo hace, terminará arrepintiéndose de la decisión que tanto le ha costado tomar.
Sale del establecimiento, liberándose de la sensación asfixiante que se apoderaba de él, y pasa de largo por el estacionamiento de su auto. La sonrisa de la nada y del todo sigue en su rostro. Parece inestable.
Deja caer su diploma a la mitad de su camino, deja caer unas lágrimas por su rostro, deja caer su esperanza al suelo.
A pasos agigantados llega al centro de la ciudad.
Está llorando a lágrima viva.
A nadie parece importarle.
Y por primera vez en años, o quizá meses, mira al techo de los edificios que lo rodean, sintiendo una peligrosa determinación en su cuerpo.
Se pregunta, casi con la felicidad que domina a un comprador dudando sobre qué producto será más adecuado, ¿qué edificio será más indicado para saltar?
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"... Y fue esta tarde, en la que Aaron Adams, un estudiante de honor en la universidad de Pontiac, Illinois, llevó a cabo su suicidio en el medio de la ciudad, desde uno de los edificios que se encontraban cerca. No se encontraron registros sobre la familia de este individuo, y tampoco una dirección en la que se encontrara su domicilio. Adams parecía llevar una vida muy solitaria, y su cuerpo será llevado a la morgue de la ciudad y utilizado para estudios si nadie llega a reclamarlo. Ahora, en otras noticias..."
El profesor Anthony Dallas mira la pantalla de su televisor con perplejidad, la cual, lentamente evoluciona en shock. Aaron... Aaron. Su estudiante preferido. Aaron.
Una lágrima silenciosa se desliza por su mejilla, sintiéndose verdaderamente solo por primera vez.