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El sonido melifluo provocado por el golpeteo de las piezas de metal huecas resonó en el pequeño local de artículos de limpieza. La voz de Cristina colmó los espacios vacíos con un humor fresco y jovial mientras atendía a las señoras de la cuadra que venían en busca de lavandina y perfumina con aroma a pino. Lionel, que descansaba en una reposera detrás de una góndola de madera que servía de divisor entre el depósito y la tienda, extendió su mano para subir el volumen a la radio. La voz de Cristina no le parecía ni tan fresca ni tan joven; era simplemente una vieja chismosa más del barrio, aunque esta le caía bien, a diferencia de las otras.

En las afueras del lugar, la mañana estaba musicalizada por el canto de pirinchos y benteveos que se escondían entre las ramas de los manzanos de campo y los jacarandás que aún no habían florecido. Las calles se encontraban húmedas tras una madrugada lluviosa, y el sol se sentía tibio sobre la piel. Por la tarde, seguramente, retornaría el calor, por lo que esas primeras horas del día se volvieron agitadas con la presencia de algunas personas que aprovecharon para salir a hacer las compras o esperar el colectivo para ir al centro de la ciudad o a otros barrios de la zona.

Pablo no era la excepción. Con la almohada aún pegada en la cara, salió de su casa por un encargo de su madre: comprar un litro de líquido limpiavidrios para limpiar todas las ventanas de la casa más tarde. De camino a la tienda, golpeaba con su rodilla derecha las botellas vacías de plástico dentro de la bolsa de lona roja que su padre le había sugerido llevar. Algunas personas lo saludaron, preguntaron por su familia y por las restauraciones en la casa. A todos respondió con una sonrisa y una cortesía apreciada, a pesar de que en realidad no conocía a ninguno de ellos, lo cual también era común en su anterior barrio en Río Cuarto.


Lionel arrugó su entrecejo al escuchar por onceava vez el sonido afinado y metálico del llama ángeles en la puerta. Le subió aún más a la radio y Cristina suspiró exasperada con el adolescente invasor en su espacio, pero antes de poder regañarlo con unos cuantos gritos, un nuevo cliente interrumpió en su sitio.

—¡Hola, querido! —saludó con una exagerada emoción.

—Hola... ¿tendrá limpiavidrios? —preguntó Pablo algo tímido. Cristina le seguía pareciendo un personaje intimidante, pero que a su vez le despertaba una profunda curiosidad.

—Si, si, ahí te busco. Un litro, ¿no? —El riocuartense asintió y ella se retiró al otro lado de la góndola divisora.

El santafesino ya se encontraba de pie junto al bidón de limpiavidrios. Había reconocido la voz del chico del tres ochenta y dos antes de que este pudiera terminar una oración. Cristina pasó junto a él y con un simple gesto le advirtió que debía salir a saludar, o ella se encargaría de delatar su presencia de la manera más bochornosa posible; y ella no bromeaba al respecto. Pero, ¿qué iba a decir? ¿Estaba en posición de dar un simple «hola» después de no haberse visto por una semana? Al menos, en principio sí; eran algo así como amigos. Aunque él tuviera más ganas de comerle la boca que de decirle hola.


La dueña del local tardaba demasiado, pero no le molestaba; su mente estaba ocupada con lo que sonaba en la radio. Estaban pasando una canción de Vilma Palma e Vampiros. No era uno de sus grupos favoritos, a decir verdad; no los escuchaba casi nunca porque eran demasiado románticos para él. Sin embargo, ahora la letra tenía más sentido a su oído. ¿Sería por culpa de esa persona?

Desperté esta mañana,

pensando cómo era tu cara

sintiendo el calor,

de tus manos de algodón,

te veo en las ventanas y en el mar,

si yo fuera luz vos serias el sol
te perseguiré,

Enero del 96 (Ex Pibe del 382 - Scaimar)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora