Prólogo

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-Shhh!!! No hagáis ruido, vais ha despertar a todo el mundo.- decía la joven princesa a sus dos hermanos, quienes la seguían con gran entusiasmo.

Los tres avanzaban a hurtadillas, intentando esquivar a los guardias. A Reia no le resultó difícil, a sus doce años ya conocía cada rincón del palacio. Un talento que muchos consideraban innato. Su educación siempre había sido muy estricta, aun así siempre estaba un paso por delante, familiarizada no solo con cada territorio de su reino sino con cada emisario y sistema de gobierno.

Reia era la única en su familia carente de dones mágicos. Su madre, que había reinado como una venerada y poderosa monarca durante 125 años, era conocida por su dominio sobre las aguas, una habilidad que la había consolidado como una de las guerreras y líderes más respetadas del reino. Su padre, el rey, provenía de una antigua estirpe de hechiceros cuyo mandato había sido siempre mantener el equilibrio de todas las fuentes de energía de las que provenía la magia, los Tolem. Fue él quien había derrotado a los Cratos hace 459 años, unos rebeldes que intentaron romper las barreras que protegían al reino de la magia oscura, aquella que había sido corrupta y no podia ser controlada. Juntos, como los monarcas actuales, eran un símbolo de fuerza y estabilidad, gobernando con una firmeza que solo su linaje fae podía sostener.

Sin embargo, pese a venir de dos líneas de sangre poderosas, Reia, nunca pudo convocar ningún poder.
Aunque podía transformarse en un ave blanca, casi similar a un fénix-una habilidad común entre los faes-esto era más una vergüenza que un honor para una heredera al trono.

A sus padres no pareció importarles, pero Reia siempre oía susurros en la corte sobre su falta de dones. Por eso, decidió compensarlo de otras maneras; duplicó sus horas de estudio, insistió en empezar su entrenamiento antes que los demás y cuando podía tomaba lecciones de canto y baile. Quería moverse con agilidad y saber controlar su tono de voz, ajustarlo a cada situación tal como hacía su madre. Y estas eran las formas más amenas que se le ocurrieron.Sentía que de esa manera podía superar su aparente debilidad.

Con el tiempo, su curiosidad se volvió tan voraz como ella. Se sentía atraída por el Ater, la Tierra maldita más allá de los muros. A pesar de las advertencias de mantenerse alejada, algo dentro de ella le empujaba a explorar, ha acercarse.

Siguiendo esa sensación empezó a salir a escondidas por los alrededores. Solía ir tras la guardia de su padre, encargada de lidiar con los disturbios. Solía esconderse en los recovecos y aun así tenía la sensación de que uno de los guardias la había notado en un par de ocasiones, Nereus, el general. Tenía la ligera sospecha de que además le había informado a su padre. Aun así, nadie le dijo nada.

Esa noche con sus hermanos, se sentía especialmente inquieta, necesitaba salir.
Naer, un año más pequeño que ella empezó a a correr una vez que salieron al patio. Arnar el mas pequeño de los tres con solo ocho años, salió corriendo tras el.

-No os alejeís tanto, esperadme- Reia le siguió el paso, hasta que llegaron a un claro. Ninguno de ellos estaba seguro de donde estaban, se habían alejado de palacio, pero no parecía que estuvieran cerca de las barreras. La calma del lugar los envolvió por un momento, distraídos por la tranquilidad inusual de esa parte del bosque.

La noche desplegaba un cielo esplendido, las constelaciones primaverales brillaban con especial claridad. Reia maravillada por la belleza del firmamento, no notó la aproximación silenciosa de Naer.

-¡Te la paras! -exclamó, tocando suavemente a Reia antes de darse a la fuga con Arnar.

Mientras Reia giraba hacia donde había escuchado la voz de su hermano, un susurro entre los árboles capturó su atención. Antes de que pudiera reaccionar, una figura emergió de la sombra del bosque, más oscura que la noche misma. Era una criatura impresionante, donde deberían estar sus ojos solo había unas cuencas vacias, y su cuerpo, cubierto de escamas negras como la obsidiana, reflejaba los tenues rayos de la luna.

Con movimientos ágiles y silenciosos la criatura avanzó hacia Reia y sus hermanos.

Reia, al instante, comprendió el peligro. Sin pensar en su propia seguridad, se interpuso entre la bestia y sus hermanos, gritándoles que corrieran. El monstruo, con un rugido que resonó a través del claro, lanzó un ataque rápido, afiladas garras extendidas hacia la joven.

En un acto reflejo, Reia intentó esquivar, pero no fue suficientemente rápida. Las garras la atraparon, arrastrándola hacia atrás. Mientras era llevada, su mente corría frenética, buscando alguna forma de liberarse o al menos, alertar a los guardias del palacio. Su única esperanza residía en que sus hermanos hubieran escapado con éxito y pudieran buscar ayuda.

Los gritos de Reia se perdían entre el eco de los árboles, se golpeó la cabeza con varias ramas, lo único que la mantuvo despierta fue el dolor que le producían las garras clavas en su pierna. Fue cuando llegaron a lo que parecía un portal cuando el cuerpo de Reia no pudo soportar más el dolor y colapso.

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La dama de la nocheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora