Amar al primero fue amar al viento. Amar a la brisa que empezó a soplar el el páramo yermo que me obligué a ser para sobrevivir. Amar a ese huracán que revolucionó mi corazón y arrasó con todo las barreras y fue directo al corazón. Más viento era, intangible ante mis dedos, efímero como el aire, un palacio de ilusiones ficticias creadas por un corazón que empezaba a amar. Pero aún así, es brisa que siempre aparece cuando todo esta mal, tan reconfortante como el primer día. Viento que impulsa mis alas cuando caigo y me ayuda a levantarme.
Amar al segundo fue amar al fuego. Una llama que prendió al primer contacto, que irradiaba un calor tentador, salvaje, hipnotizante. Un fuego que se extendió como un incendio, quemando todo a su paso. Pero rápidamente se extinguió, dejando tras de si un calor reconfortante y hogareño con el que disfrutar de una tarde apacible.
Amar al tercero fue amar al mar. Fue sentirse atraído por sus olas, tantos las suaves como aquellas con carácter. Fue adentrarse lentamente, paso a paso, hasta amar aquellos hermosos arrecifes que se escondían cerca de la orilla. Fue darse cuenta de que el mar no siempre es apacible, y que la aparente calma siempre precede a la tormenta. Tormentas cada vez mas comunes, cada vez más implacables. Hasta que casi me ahogo en una. Una que me sumió en la mas oscura de las profundidades, de la que creí que nunca saldría. Y cuando deje de amar al mar, y el dejó de amarme a mi, salí de nuevo a la superficie. Y me alejé, con miedo a las olas, con respeto al mar. Y creo que nuestros caminos no se cruzaran de nuevo.
Amar al cuarto, fue amar al bosque. Fue amar la paz que transmitía, a disfrutar del verdor que dentro de él se encontraba. Fue amar desde fuera, viéndole crecer y evolucionar, sin alterarle, solo acompañarle. Y fue aprender que si no puedo ser el sol que le ayude a crecer, entonces seré el suelo donde se apoye, aquel que le sujete con firmeza cuando más lo necesite.
