ORO Y SANGRE

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—¡Y se perdieron en el tiempo! —Concluyó el hombre a la luz del fogón.

—¿Murieron? —preguntó el niño envuelto hasta las mejillas en pieles de oso.

—Muchas lo hicieron, sí —afirmó su padre—. En tiempos pasados, las guardianas sirvieron a nobles y reyes. Algunas se paseaban por las comarcas del reino buscando servir y morir en batalla, orgullosas portadoras de espadas y rebosantes de belleza y valentía —describió moviendo las manos con un entusiasmo contagioso.

A Bronson le brillaron los ojos. Cada que su padre le contaba los relatos de las guardianas, se imaginaba a sí mismo encontrándose con una de esas heroínas, hipnotizado por su mirada, cargada de paz y de pureza.

—Pero... —En el rostro de su padre reinó una expresión de horror e incertidumbre—. Ya no más.

El muchacho jamás olvidó la mirada de su padre.

«Ya no más...», susurró una voz a través de sus recuerdos.

Bronson espabiló y volvió a escuchar los cánticos en el interior de la taberna. No olvidaba jamás las historias de su padre, relatos y baladas fantásticas al anochecer, con la lluvia golpeando en el exterior. Días que se hicieron muy lejanos con el pasar del tiempo.

En la taberna, un bardo interpretó. Los comensales le siguieron, movieron sus cabezas, silbaron y tararearon junto al hombre de llamativos ropajes, al ritmo de la lírica con la que compuso una bella sintonía:

Recordad viajeros, si veis a un guardián, ¡corred! —exclamó de repente. Una mujer se sobresaltó y derramó su cerveza sobre un hombre. Los demás rompieron en carcajadas—. ¡Corred, viajeros! ¡O denle una moneda al pobre desgraciado! ¡Una moneda de oro! ¡Cómo no! ¡Dicen que en ella se graba el yelmo de los desdeñados! Nosotros clamamos: ¡Patrañas! —Cantó. Las risas continuaron.

Bronson, sentado en la barra principal, no se unió al festejo. Los relatos de los trovadores muy rara vez se equiparaban a los de su padre: «¡Guardianes y guardianas! —clamaba él—. ¡Desenvainen su hoja, que resplandezca como la grandeza de su alma y su corazón, y corran a la batalla, por su gloria y por su honor!». En cambio, los poetas narraban: «¡Y el pobre guardián, el muy maricón, tomó el oro y mató sin cesar!».

Bronson se debatía sobre con qué versión se quedaba. ¿Valía la pena seguir imaginando los cuentos de hadas de la infancia? ¿O tenía que aceptar los sucios poemas de la realidad? A veces prefería no decidir.

Examinó su vaso. Estaba vacío. No recordaba con exactitud cuándo se había bebido la cerveza.

—¿Puede traerme otro? —dijo al encargado.

El ventero, un hombre regordete y de cabellos enmarañados, le dedicó un gruñido y una mirada apática. Le arrebató el cuenco y se alejó hacia los barriles.

Bronson suspiró. A juzgar por la luz del exterior aún tenía mucho tiempo libre. El criado de su tío le había dicho que no lo vería de nuevo hasta pasar el mediodía. No dejaba de preguntarse qué es lo que hacía durante tanto tiempo.

Avistó algo oscuro con el rabillo del ojo. Miró a su derecha. A su lado había una figura encapuchada. Estaba jorobada, como encogida, con los brazos apoyados en el mostrador. El capote le cubría completamente. Un escalofrío recorrió la espalda de Bronson al ver su cintura. Debajo de la capa, al parecer, guardaba una funda larga y rígida. Desconocía si estaba permitido portar armas en Monstagraa, con excepción de los caballeros del rey Carter. Aquel individuo no lucía como un caballero, no uno real al menos. La incertidumbre de estar ante un posible criminal le puso los pelos de punta.

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