Leyendo a Borges con el corazón roto

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Cómo me encantaría echar el tiempo atrás. Cliché, lo sé. Pero si no lo digo, si no lo escribo, si no lo hago público, la idea tratará de volver a mi inconsciente, como una puta cucaracha que se desliza por debajo de la alacena rumbo a su sombría guarida. Que esta idea mía, tan cliché como pueda ser, salga a la luz y que allí permanezca, pues estoy harta, maldita sea, harta de fingir que no es el caso, de pretender que no extraño tantas cosas, tantos lugares, tantas personas. Esos ecos del pasado, esos pasados posibles y convergentes que recibieron el don, no, el milagro de la existencia, esas escenas que milagrosamente existieron y me sostuvieron las veces que deseé dejar de existir.

Con una intensidad que no experimentaba hace tiempo, extraño a mi padre. Extraño a quien en este momento secaría mis lágrimas si pudiera, quien me enseñó a escribir y a leer, a ver más allá, quien me regaló tantos libros como pudo, quien puso sobre mis manitas de doce años Ficciones, de Jorge Luis Borges, la Navidad de 2016. No reprocho su hermoso gesto, en lo absoluto, pero me causa intriga: ¿Quién le daría a una nena chiquita un libro así? Él nunca subestimó mi inteligencia, pero sé que él sabía que ni por casualidad yo entendería esos cuentos en mi primera lectura, o en la segunda o en la tercera... Él sabía que ese libro era un paracaídas, un salvavidas para mi futuro, futuro que para cuando vomito estas letras ha devenido en presente. No soy tan culta, ni tan brillante ni tan delirante como para extraer de estos textos alguna reflexión rompedora de carácter interdisciplinario o multidisciplinario, alguna que amalgame elegantemente la literatura del maestro argentino con la mitología mesoamericana, la teoría psicoanalítica de los sueños, la mecánica cuántica, la semiótica peirceana o la filosofía aristotélica. En cambio, señor lector, señora lectora, lo que le ofrezco esta fría noche de marzo es lo que, con las resilientes brazas de mi alma herida, se cocina en mi cabeza inquieta, le ofrezco el relato de cómo un puñado de relatos extraordinarios me han llamado y me siguen llamando a la cordura.

Recuerdo con lujo de detalle el día que me tropecé y caí por las gradas del colegio donde estudié el bachillerato. Era el primer día de clases. Me raspé el antebrazo izquierdo y ambas piernas. El silencio incómodo fue rápidamente aniquilado por una risa unánime y cruel. Por los siguientes dos años casi todas mis compañeras se refirieron a mí con innumerables apodos, la mayoría de los cuales afortunadamente se han desvanecido en mi memoria. Actualmente puedo relatarlo con una pizca de humor, pero en aquel entonces la humillación había calado tan profundamente en mí que tuve grandes dificultades para concentrarme, mi desempeño académico empeoró, incluso me sentía fuera de lugar recibiendo aquellas clases que en circunstancias normales habrían conectado conmigo con gran facilidad. Más factores influyeron a esa distracción y a ese desánimo míos, pero aquella caída literal fue el detonante de la caída metafórica. Por primera vez un centro de estudios no era mi lugar de desahogo y gozo. A falta de amigas regresé, como de costumbre, a las páginas de mi pequeña biblioteca buscando consejo. Pasando de una obra a otra, retomé la lectura de Ficciones.

A través de La lotería en Babilonia descubrí la teoría de juegos, empecé a relacionar las probabilidades del mundo a mi alrededor con la aterradora premisa de que la Compañía del cuento pudiese estar mediando entre el azar y todo lo demás que, quizás incluso por azar, existe en el plano material. No solamente recuperé el deseo de leer y escribir, incursioné en la matemática aplicada como nunca imaginé que podría, algo que no solamente me permitió ganar torneos escolares de estadística en esos años, sino que ha repercutido positivamente en mi quehacer financiero desde que me independicé. Cada vez que releo el relato veo por un instante ante mí el juego que configura el mundo a través de aquella lotería ficticia de implicaciones estremecedoramente reales.

Similarmente, El jardín de senderos que se bifurcan me proveyó importantísimas pautas para entender mejor mi pasión, la generación de obras narrativas. Entendí que mi diálogo interno podía ser escrito, formado, destruido y reformado, matizado y borrado incontables veces, dando como resultado tantas variantes de cada uno de mis textos como posibles decisiones aparezcan en mi camino. En ese sentido, sabiendo que hay más variantes de este mismo ensayo que estrellas en el universo observable, me tranquiliza saber que cualquier error de estilo que cometa es incomparablemente más sutil que las aberraciones lingüísticas que las versiones más desdichadas de mí hayan podido parir. Aunque parezca una tontería, así le perdí el miedo a escribir y a publicar.

Inaudito sería obviar que La forma de la espada hizo que entendiera que el «cómo» es tan importante para una narración como el «qué», pues resignifica los acontecimientos de formas, cuanto menos, impredecibles. Y como los recién mencionados hay más ejemplos, pero no quiero desviarme del tópico principal. Para mejor o para peor, esos días de bachillerato quedaron atrás. Como era de esperarse, en los años subsiguientes tuve que adaptarme a nuevos ambientes: primero a la universidad, después al trabajo y finalmente al apartamento donde escribo estas palabras y oraciones. Ingenuamente creí que a partir de lo sucedido estos últimos meses, todo en mi vida iría para mejor. Aunque mis condiciones materiales no sean para nada despreciables, eso en sí mismo no garantiza el control sobre mis emociones ni la supresión de mi mal carácter. Tengo todo para ser feliz, excepto la determinación para sepultar mi arrogancia y empezar a serlo.

Originalmente iba a escribir que hoy había sido un día difícil, pero no. Difícil sería mi día si un incendio hubiese convertido mi casa en cenizas, como en Las ruinas circulares, o si supiera que mi visión va a empeorar cada día hasta la virtual ceguera, como le pasó al propio Borges. Eso sí, ha sido un día de furia, de esos en los que a una le hierven las venas. Lo que más ganas me da de cerrar abruptamente mi laptop y golpear la pared que tengo enfrente es el hecho de que no me pasó nada del otro mundo, solamente rompí con quien había sido mi novio por dieciocho meses, pero aún así estoy roja como la sangre que hace unas horas brotó de mi nariz en respuesta al shock psíquico. Me molesta que mi razón me diga a gritos que no hay razón para estar tan molesta. La extrema ira se muestra en mí como lo que es, un círculo vicioso, una broma de pésimo gusto instalada, cual malware, fisiológica y neurológicamente. O quizás estoy siendo muy dura con las células de mi cuerpo, esas que en su conjunto han sostenido mi alma las últimas dos décadas y contando. Tal vez soy una patoja histérica que se enoja consigo misma para ocultar sus ganas de perderse en La Biblioteca de Babel, ganas de buscar entre incontables anaqueles de incontables hexágonos hasta dar con el testamento de ese noviazgo que pudo ser, del que por un tiempo fui partícipe y que, al menos en este sendero bifurcado, no fue.

Bibliografía

Borges, J. L. (2011). Ficciones. (DEBOLSILLO)

Análisis literarios de una patoja insomneWhere stories live. Discover now