El Hombre del Piano.

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Sus dedos bailaban sobre las teclas oscuras y pálidas con una facilidad mágica, mientras yo permanecía embelesada con la música que emanaba del piano; una melodía lenta que me acariciaba los oídos. Era como percibir las más suaves texturas con el oído.

Su apariencia era tan atractiva como la melodía que creaba con sus largos y finos dedos. Siempre vestía traje y zapatos negros bien lustrados. El cabello castaño y un tanto largo, perfectamente estilizado. Y aún, hasta ese día, no estaba segura de cuál sería el color de sus ojos, la mayoría del tiempo los mantenía cerrados mientras balanceaba levemente la cabeza al ritmo de la música que tocaba.

Nunca me había atrevido a mirarlo más de cerca, me rezagaba en una de las olvidadas mesas al fondo del lugar, donde pudiera deleitarme con aquel hombre y su música, sin que nadie me juzgara por observarlo con tanta vehemencia y completo descaro. Una de las meseras del lugar, Abby, siempre tenía libre mi mesa y nunca me llamó la atención por no ordenar nada.

El hombre del piano finalizó la última melodía del día, meditó unos segundos sin moverse y en seguida se levantó del banco, buscó su abrigo y salió al frío noviembre de Nueva York. Esa también era mi señal para volver a casa antes de que anocheciera.

Al volver, tía Agatha ya me esperaba con la cena lista y puesta en la mesa; otra rara receta que se aventuraba a hacer como cada viernes. Subí a buscar a mi hermano, quien estaba ensimismado en un juego de vídeo, le entregué los cómics que me había pedido y bajamos a cenar.

El estado de Oliver se deterioraba cada día más, le costaba trabajo si quiera caminar un par de pasos. El cáncer se lo estaba carcomiendo y yo me aterraba más cada que la fecha de sus tratamientos se acercaba, temía no tener el suficiente dinero para pagar la siguiente quimioterapia o los medicamentos que necesitaba diariamente. Veía a mi hermano sobrevivir cada minuto, aferrándose a la vida aún cuando el pronóstico médico no le favorecía en nada, y a pesar de nuestros escasos recursos para poder financiar su tratamiento, que en esa etapa de la enfermedad era indispensable.

[...]

El domingo por la tarde Oscar's rebosaba de gente, el atareo no paró hasta pasadas las diez de la noche y de nuevo, un Oscar severo y con el gesto permanentemente fruncido, me pagó la semana correspondiente de mi salario.

—Bien, Amelia, esto es lo que te queda de esta semana. — estiró el brazo velludo y me extendió sobre la palma un billete de veinte dólares. — Me he cobrado lo de las medicinas que me pediste el martes y también la parte del préstamo. Esto es lo que te queda. — señaló con las cejas y se encogió de hombros, como si en realidad no pudiese hacer otra cosa más por mí.

Esos veinte dólares debían pagar mi parte de la renta, pasajes, gastos domésticos y los medicamentos de mi hermano. Algo sumamente imposible.

—Oscar, yo sé que ya te debo muchísimo dinero pero...

—No, Amelia. Ni lo intentes. Si sigues pidiéndome dinero, terminarás pagándome por dejarte trabajar aquí.

Me rendí. Con Oscar ya no había remedio alguno. El último préstamo que me había concedido lograría acabar con mis nervios, parecía que nunca terminaría de pagarle y que me vería obligada a mantenerme a mí y a Oliver con solo ochenta dólares al mes. Cada día intentaba buscar una solución que jamás aparecía, cada día procuraba mostrarle una sonrisa fingida a mi hermano y no afligirlo más de lo que ya debería estar por su enfermedad, cada día añoraba que el viernes llegase para perderme en las hermosas melodías que tocaba aquel hombre en Bananas Monkey, perderme en cada nota y olvidarme de todo.

[...]

El reloj marcaba casi las siete y treinta de la noche y no había pista alguna de él. El lugar se sumía en un silencio sepulcral, incómodo y repugnante; acostumbrado a ser deleitado cada viernes con esas bellísimas melodías, la ausencia del artista parecía ser la bancarrota del café-bar, Banana Monkey. Mis ojos no dejaron de escanear el lugar en busca de alguna señal del hombre de cabellos castaños y manos virtuosas.

El Hombre del Piano. ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora