16. Morir en el intento

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Julia soltó el tazón, vacío de palomitas, sin preocuparse de que cayera al suelo. Cada movimiento conspiró para que la atracción que ejercía Jaime sobre ella se adueñara de su voluntad. La urgencia le quemaba dentro, así que envió derecho al infierno cualquier atadura del razonamiento.

Al presentir la proximidad, Jaime levantó la vista para recibir la boca en colisión directa con la suya. El contacto trasmutó de la torpeza de suaves toques a la maestría que involucró labios, dientes, lengua y párpados cerrados. Inundado de la misma ansia, la tomó de la cintura y volvió a tenderse boca arriba. Ella se puso a horcajadas sobre él, apresándolo entre sus muslos. Extasiada, le atrapó el rostro con las manos y lo sujetó de las orejas; no fuera que se le ocurriera apartarse.

Casi se quedaron sin aire un par de veces, en un intercambio que disparaba cada latido al cielo y lo sosegaba con tiernas caricias. Las manos de él fueron a dar a los muslos de ella, los recorrieron de arriba abajo sin cansarse. Ninguno de los dos midió el tiempo que estuvieron comiéndose entre besos apasionados y dulces. Entonces, Jaime no pudo conformarse y deslizó los dedos bajo la blusa de ella en busca del broche del sostén.

Julia se apartó para enderezar la espalda y quitarse la prenda. Jaime no había dado con la forma de liberar sus pechos, así que se sentó con ella encima y su mano izquierda se adueñó del primer pecho, todavía cubierto por sedosa tela negra. Con la otra mano, la sostuvo de la espalda baja contra él.

—Jaime —susurró, con la respiración entrecortada a causa del hervor en su sangre. La dermis de su cuello se deshacía en espasmos gloriosos debido a los labios ajenos contra su piel.

El aludido asintió con un murmullo ininteligible.

—¿Tienes condones?

No había querido preguntar, pero tuvo que hacerlo al pensar en lo que sucedería después de desnudarse; no esperaría hasta el final para saber si estaban preparados. Él paró de repente, se alejó un poco y negó con la cabeza.

—No, lo lamento —respondió, su pecho subía y bajaba tan rápido que creyó que no podría detenerse.

—No lo lamentes, vamos a comprar unos.

Era lo mejor, ¿un bebé? Ni que estuviera loca. Él pensó algo parecido.

—Memo debe tener. —La besó otra vez, tan hondo que sintió que la dejaría sin respirar, y luego se la quitó de arriba con ternura. Pero antes de abandonar la cama, volvió a besarla colocándola bajo su cuerpo, acostada y apretada contra el colchón—. Voy a buscar —dijo al fin, retirándose de su lado con desgano.

Pero Julia no pensaba quedarse ahí, esperando como empanada recién horneada.

—Te ayudo —. Saltó de la cama y lo abrazó por la espalda. Luego, por arriba de la ropa, lo mordió sin fuerza a la altura del omoplato.

El cosquilleo lo hizo reír y girarse en los brazos que lo apresaban.

Avanzaron de a poco, trenzando sus humanidades con besos que iban desde la boca hasta cualquier parte de piel que estuviera al alcance y permitiera el contacto. Se estrellaron un par de veces con las paredes y estuvieron a punto de caer; la torpeza interrumpió los jadeos con carcajadas. Las manos se multiplicaron y dibujaron senderos sobre el cabello, los hombros y las caderas; eran pulpos en busca de fundirse el uno con el otro.

Jaime perdió la playera en el camino, y Julia soportó las ganas de quitarle lo demás una vez que descendió besando desde su pectoral hasta el vientre. El provocativo bulto bajo el pantalón la inspiró a prolongar el juego; acarició con la palma sobre la tela y sumó a la agitación que lo gobernaba.

En la habitación de Memo, Julia se dirigió a inspeccionar el mueble de la ropa y Jaime optó por los cajones de las mesitas de noche. Removieron los interiores en búsqueda del tesoro, pero fue ella la que dio un aviso.

¿Y si me analizas y yo a ti?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora