CAPÍTULO IV

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Veintiséis horas después de pronunciar el «Sí, quiero», la prensa descubrió a Calle y a Poché desembarcando de su jet privado. Gracias a Dios, Poché había tenido la precaución de llevarse unas gafas de sol bien grandes consigo tras las que poder ocultar el estrés, que ya era evidente en sus ojos. Los periodistas no habían cambiado desde la detención de su padre. Les bloquearon el paso, tomaron fotografías de las dos y les hicieron todo tipo de preguntas.

Calle la guió hacia el exterior del aeropuerto con un brazo posesivo alrededor de su cintura. Con un poco de suerte, antes de que llegara el fin de semana muchos ya se habrían bajado del carro, llevándose los focos a otra parte. De no ser así, tendría que enfrentarse a los paparazzi ella sola.

Calle dijo unas palabras, más bien pocas, mientras avanzaban. Cosas como «el amor de mi vida» y «me hizo perder la cabeza». Parecía tan sincera. Si no estuviera al tanto del plan, Poché le habría creído sin pensárselo dos veces.

En una ocasión, Calle acercó los labios a su oreja y le susurró: «Será peor en Europa, así que saca a la snob que llevas dentro y sonríe». Sin dejar de sonreír, Poché se apoyó en ella para montarse en el asiento trasero del coche que las esperaba. La instantánea del momento apareció en los canales de televisión más importantes y en tres revistas del corazón.

La amiga de Calle, Laura, resultó ser toda una sorpresa. Con su pelo azabache y su apariencia latina era el extremo opuesto a su esposa.
Siempre bien vestida, era inteligente, pragmática y tenía un gran sentido del humor. Le dio a Poché su número de móvil y la animó a que lo usara si necesitaba cualquier cosa mientras Calle estuviera fuera de la ciudad.

Tal y como habían acordado, Calle le entregó a Poché una copia de las llaves de su casa, que estaba en la prestigiosa Fisher Island, la zona más exclusiva y el barrio más caro de Miami asi como tambíen uno de los barrios más ricos de Estados Unidos, y cuyas vistas sobre el mar eran espectaculares. La casa era enorme: mil metros cuadrados en una propiedad de cuatro hectáreas. El servicio incluía cocinera, asistenta y un equipo de jardineros para cuidar de la finca. Mario, el chófer de Calle, se ocupaba del personal y vivía en la casa de invitados. Era tan corpulento que un equipo de fútbol americano al completo se sentiría intimidado a su lado. Calle le contó que también hacía las veces de guardaespaldas.

Tras desearle un feliz vuelo a su esposa, Poché regresó a su adosado de alquiler sumida en sus pensamientos. El proceso de búsqueda de una esposa y su ejecución habían sido movimientos muy inteligentes por parte de Calle. Ni siquiera una mujer fuerte como ella podía evitar volver la cabeza y mirar cuando una fortuna como la suya pasaba junto a ella.
—No quiero ni saber cuánto cuestas —murmuró, admirando el anillo que brillaba en su dedo y haciéndolo girar. Tendría que devolverlo en cincuenta y cuatro semanas, pero hasta entonces disfrutaría de él.

La voz de Abisambra gritó un «Sin comentarios» y luego se oyó un portazo.
—Madre mía, ¿cuánto tiempo vamos a tener que aguantar esto? —Abi, más amiga que empleada, descolgó el bolso de su hombro y lo lanzó sobre la mesa de café.
—Se irán en un par de días.
—Pareces muy segura.
—Lo he vivido antes. El divorcio atraerá todavía a más prensa.

Abi lanzó sobre la mesa un periódico en cuya portada aparecían los rostros sonrientes de Calle y Poché.
—Son muy convincentes.

Poché sonrió. Se moría de ganas de que la prensa desapareciera, pero al mismo tiempo le gustaban las fotografías que les habían hecho. Al fin y al cabo, eran las únicas fotos que tenía de su boda.
—No hacemos mala pareja.
— ¿Mala pareja? Si parecen felices como dos tortolitas.
— ¿Las tórtolas tienen cara de felicidad? —se burló Poché.
—No tengo ni idea. Qué pena no haberla conocido cuando te trajo a casa. —Abi se desplomó en el sofá y apoyó sus largas piernas en la mesita.
—En realidad no me trajo ella. Fue su chófer.
— ¿Su chófer? —Abi tenía unos ojos color café que se abrieron como platos al preguntar.
—Es rica. ¿Por qué conducir tú misma cuando puedes pagar a alguien para que lo haga por ti? —Poché se rió y puso los ojos en blanco, esbozando su mejor mueca de snob.
—Vaya, vaya, usted perdone. —Pero su amiga se estaba riendo.
El teléfono de la empresa sonó y Abi saltó del sofá para cogerlo.
—Allied

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