Radek caminaba por las calles enlodadas de aquel pueblo frío y solitario acompañado por las últimas luces del atardecer. Su ropa y sus manos estaban manchadas de hollín: un día más laborando en la mina. Trabajaba desde los ocho años por orden de su padre, pues necesitaba de toda la ayuda posible para pagar una gran deuda.
El hombre se acercó a la bomba de agua del pueblo y accionó la palanca hasta que un chorro abundante manó de ella y se lavó las manos antes de dirigirse al bar. Todos los días visitaba el lugar para ganar algo de dinero apostando al póquer, solía ganar poco pero rara vez perdía mucho.
En el bar se encontraban los clientes habituales. Todos participaban en las apuestas ya que no había un hombre en todo el pueblo de Olvido que no estuviera hasta el cuello de deudas.
A nadie le faltaba comida en casa y el dinero alcanzaba para beber cerveza diariamente pero la preocupación de saldar su deuda no los dejaba disfrutar de las comodidades de la vida. Olvido era un pueblo pequeño al oriente del Nuevo Continente, donde sólo llegaban forasteros europeos que buscaban empezar de cero.
Cómo habían ido a parar a Olvido no era asunto de nadie, no se hablaba de esas cosas. A decir verdad no se hablaba de nada, pues no habían acordado una lengua común. Repudiaban el inglés y al mismo tiempo se negaban a hablar otra idioma que no fuese el propio, de modo que todos se comunicaban con gestos y palabras extranjeras.
– Cześć dobrze! –gritó Radek al entrar.
– Bonsoir! –respondió el tabernero.
En una mesa redonda con una pata acuñada con una biblia se sentaban varios hombres. Entre ellos estaba el prestamista, aquel con el que los hombres del pueblo estaban endeudados: Alto y refinado, con su camisa planchada, sus tirantes rojos y su bombín negro. Esbozaba una sonrisa maliciosa bajo unos bigotes aceitados. Sus ojos fríos y ambarinos se posaron en Radek. Odiaba esa mirada.
– ¿Otra vez por aquí? –preguntó el prestamista en polaco, pues hablaba cada una de las lenguas de los allí presentes.
– El que no arriesga no gana –respondió con frialdad.
Claro que había regresado, todos lo hacían. No había un solo hombre en Olvido que no intentara saldar su deuda apostando, todos estaban arrepentidos de haberle vendido sus almas.
Aquel hombre elegante era el diablo. No era un secreto para nadie, se había asentado en el pueblo generaciones antes de que llegara el abuelo de Radek y desde entonces se habían endeudado con él. Antes solía haber mucha escasez en el pueblo, de modo que los habitantes comenzaron a vender sus almas a cambio de dinero, alimentos y tierras en las que erigir una vivienda. Pasaban el resto de sus vidas intentando pagar el préstamo pero nunca lo conseguían y la deuda se heredaba a la siguiente generación.
Sabían que al morir no irían al cielo ni al infierno sino que quedarían atrapados en la botella de cristal que el diablo ponía sobre la mesa siempre que jugaba. Allí, cual moscas atrapadas en un frasco, las almas desesperadas revoloteaban arremolinándose y forcejeando para escapar.
La noche transcurrió como de costumbre: jugaron a las cartas, ganaron unas rondas y perdieron otras tantas. Jamás tenían suficiente ventaja como para ganarle al diablo pero tampoco perdían tanto como para creer que era imposible vencerlo. Aceptaban el engaño, perseguían la ilusión de estar venciendo poco a poco a una fuerza invencible.
La mañana siguiente, mientras Radek se dirigía hacia las minas con las primeras luces del alba, observó a un forastero que caminaba por el pueblo. Tenía una cabellera negra y larga, su piel era de un marrón rojizo y su nariz era grande y aguileña. Era a todas luces un indio. Antes de seguir rumbo a la mina, lo vio dirigirse hacia el ayuntamiento
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El Devorador de Deudas
FantasyPequeño Este es un pueblo en el extremo occidental del continente americano. Es el refugio de muchos forasteros que buscan empezar sus vidas desde cero. Sin embargo todos en el lugar están ahogados en deudas, y no cualquier deuda, le deben sus almas...