Huérfanos de palabras

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Al abrir la puerta de aquel sótano se podía percibir el olor intenso del polvo acumulado durante décadas, mezclado con el incomparable perfume que desprenden las librerías de viejo. Arthur esperaba toparse con alguna sorpresa inesperada dado lo insólito que resultaba toda aquella situación.

Al cruzar el umbral que daba acceso a la escalera, enfocó el tímido haz de luz que emitía su linterna y vislumbró un interruptor, que tal y como era de esperar ya no funcionaba. Bajó con cautela los peldaños de madera carcomida que crujían a cada uno de sus temblorosos pasos. Encontró un inestimable tesoro que cualquier buen lector desearía poseer. Ante sí se alzaban decenas de estanterías repletas de libros abandonados, cuyo destino estaba escrito en una carta.

Décadas antes, el jovencito Arthur Taylor, era un estudiante poco aplicado. Le costaba prestar atención a sus maestros y todo lo que le faltaba de actitud le sobraba en capacidad de observación. Ese parecía ser el problema que le impedía seguir el ritmo de las clases del colegio situado en el prestigioso barrio de Hampstead. Se distraía contemplando el simple vuelo de una mosca para analizar su comportamiento, o con el ajetreo de las ramas de los árboles, que el viento zarandeaba en el exterior de aquel edificio, y que siempre recordaría como un inhóspito lugar. En especial detestaba al señor Evans, un personaje grotesco que se encargaba de impartirle clases privadas de lectura, dado que el pequeño de seis años mostraba una gran dificultad lectora.

Nadie hubiera jamás imaginado ese pasado que Arthur nunca revelaba ni a sus mejores amigos. A sus treinta y dos años vivía dedicado a la literatura, trabajando en una célebre editorial londinense. Su cometido era filtrar la innumerable cantidad de correos que recibían a diario: de los escritores diletantes y profesionales. También debía responder a las agencias literarias, que se vanagloriaban de enviar las mejores novelas del nuevo milenio, ese que, en sus inicios, alarmó a todo el sector literario con la llegada de los libros electrónicos y que hizo pensar, ingenuamente, que el formato de papel estaría en peligro.

Sin embargo, lo peor para las editoriales fue superar la crisis del 2008. El 14 de mayo de ese mismo año, un misterioso sobre fue colocado encima de la mesa del despacho que Taylor compartía con otros tres empleados. El envoltorio de color café parecía algo desgastado, estaba atado con una cuerda y lacrado. Encima de dicho sello de color burdeos aparecía la palabra
"confidencial". No tenía remitente alguno y el destinatario estaba escrito con
una delicada caligrafía: A la atención de A. Kevin Taylor. Hacía años que Arthur no utilizaba su segundo nombre. Aquello fue el primer indicio que despertó ese afilado instinto de análisis que le caracterizaba. Esperó a estar solo para usar el abrecartas. Extrajo lo que parecía un manuscrito de una novela. Le sorprendió descubrir que estaba mecanografiado con una vieja máquina de escribir. Por unos minutos se quedó absortó leyendo el título y pasando el dedo por los obsoletos caracteres tipográficos. Decidió examinar el matasellos del sobre y comprobó que este era reciente. Luego cortó la cuerda que sujetaba los folios y volteó la primera página. Encontró un papel plegado en cuatro mitades. Las frases escritas con la tinta de una estilográfica le dejaron sin palabras: A mi futuro y admirado editor.

Estimado, Sr. Taylor.

Le remito la única copia que existe de mi trabajo. Sé que llega a las mejores manos, las de alguien que siempre ha expresado el deseo de convertirse en un editor independiente. No puedo desvelar mi nombre y no podrá convencerme para que el día señalado, si acepta publicarla, acuda a la presentación de esta novela.

Le ruego que siga mis instrucciones: revise con calma el manuscrito y realice las modificaciones y correcciones que considere oportunos. Le cedo todos los derechos morales y patrimoniales de mi creación. A cambio solo le pediré que cumpla tres condiciones que sin duda le resultaran caprichosas. Si está leyendo estos renglones, descubrirá que este original es mi legado. Quisiera que se respetaran los requisitos para que cada ejemplar impreso que se edite esté impregnado de aquellos libros que fueron mi refugio.

En un sótano del número 5 de Heath Square, muy cerca de donde usted pasó su infancia, se halla mi colección de libros. Allí encontrará mi testamento y las necesarias indicaciones.

El mensaje carecía de firma.

Arthur se llevó el manuscrito a su casa y tras leerlo se dio cuenta de que tenía entre manos algo muy valioso. Aquel borrador era lo que había estado esperando durante años y que le podría materializar su sueño de montar su propia editorial. Unas semanas después envió un mail renunciando a su puesto de trabajo.

***

Dos años más tarde se presentaba en una de las más prestigiosas librerías de Londres la novela histórica, que catapultaría a Taylor como la gran promesa editorial. No se había anunciado el nombre del autor o autora que firmaba dicho libro. El primero de los requisitos que exigió el misterioso remitente era realizar una edición limitada de ejemplares, de los cuales más de la mitad se reservó antes de la presentación oficial. La segunda condición requirió de Arthur mucho ingenio y alguna dosis de deducción. El flamante editor tuvo que inventarse un seudónimo para presentar el nombre del autor del libro. Eligió uno femenino, ya que no tenía dudas de que, quién escribió aquella deliciosa novela, fue una mujer. Utilizó el nombre de pila de una famosa escritora, Adeline —más conocida como Virginia Woolf—, y el apellido de un reputado compositor que se citaba en varios pasajes de la trama.

***

El día de la presentación en la librería Daunt Books de Hampstead no quedaba una silla disponible. Nadie pudo llegar a imaginar el revuelo que causarían las primeras palabras que pronunció el editor al descubrir la tercera de las condiciones que había impuesto el autor de la obra para su publicación.

—Buenas tardes a todos. Hace dos años emprendí una aventura de la mano de una narradora excepcional, Adeline Bach. Su obra no podrá ser reeditada en los próximos sesenta y siete años, y seguramente nunca más será impresa con un carácter tan excepcional como el que tendrán siempre los ochocientos ejemplares de esta primera y única edición. Tal y como requirió la autora en su testamento, ha sido reciclado el papel de todos los libros de su biblioteca personal, para imprimir cada volumen de esta novela, cumpliendo el deseo de que las lecturas que le inspiraron durante años, envolviesen con su esencia cada nuevo ejemplar.

De repente, un gran alboroto inundó la sala. Pese a que innumerables voces condenaron la destrucción de los libros para la creación de la nueva novela, esta fue todo un éxito. Su título, Huérfanos de palabras, recordó para siempre cada renglón de aquella colección olvidada en un viejo sótano. La verdadera identidad de quien escribió aquel manuscrito nunca fue descubierta.

Relato publicado en la Antología: Detrás de los libros. Editorial Chocolate. ©2023

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⏰ Última actualización: Apr 29 ⏰

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