Cinco años después de Amanecer, las cosas parecen ir relativamente bien tanto para la familia Cullen como la manada de los Quileute.
Sin la amenaza constante de Aro y el resto del clan Vulturi, se podía respirar la paz y la calma en el ambiente.
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CUANDO NOAH ABRIÓ LOS OJOS a la mañana siguiente, un nudo molesto y persistente se formó en su garganta de inmediato. Apenas tardó unos segundos en recordar dónde estaba, y la sensación de vacío en su pecho se intensificó.
La noche anterior, había decidido acostarse temprano sin probar bocado alguno con la esperanza de que, al despertar, todo lo que había vivido el día anterior no fuese más que una mala pesadilla. Pero, como debía haberse imaginado, esto no pasó. No importaba cuánto lo deseara, cuánto intentara engañarse a sí misma. Su realidad no iba a cambiar solo porque ella lo quisiera. Esta sería su vida de ahora en adelante.
Inspiró hondo y se obligó a levantarse lentamente de la cama. La misma pequeña habitación que había visto el día anterior la rodeaba, iluminada tenuemente por los rayos del sol que se filtraban a través de las gruesas nubes de tormenta que cubrían el cielo afuera.
Parecía casi poético. Un día gris y frío, justo como ella se sentía en ese momento.
Parpadeó varias veces cuando sus ojos comenzaron a arder con las lágrimas que amenazaban con caer. No. No iba a llorar. Se negó rotundamente a ceder a la debilidad, por lo que escondió su cabeza entre sus rodillas y respiró hondo, conteniendo el llanto con toda su voluntad.
Si había algo que Noah odiaba más que cualquier otra cosa en el mundo, era llorar. Para ella, llorar era sinónimo de debilidad, un acto de quienes no sabían controlar sus emociones. Ella ya no era así. No lo sería nunca más.
No había vuelto a llorar desde...
Sacudió la cabeza, rechazando de inmediato aquel pensamiento antes de que pudiera tomar forma en su mente. No. No pensaría en eso.
Noah se enorgullecía de nunca haber llorado frente a nadie, de nunca haber permitido que la vieran en un momento de vulnerabilidad. Y definitivamente, no fallaría ahora.
Cuando sintió que su pequeño ataque de angustia había pasado, se obligó a moverse. Se acercó a la pequeña cajonera junto a la cama y abrió uno de los compartimentos, sacando una toalla y un cambio de ropa. Había pasado la noche anterior desempacando sus cosas, con la vaga esperanza de mantenerse ocupada y no pensar demasiado en la situación en la que se encontraba. Había fracasado miserablemente en el intento.