Capitulo doce

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La carta

Mi Querida

Cada palabra que plasmo en esta carta es un suspiro contenido, cada frase, un deseo reprimido. Durante años, he sido el silencioso guardián de un amor que, aunque prohibido, ha florecido en lo más profundo de mi ser.

He vivido en la sombra de un sentimiento que no se atreve a decir su nombre, un amor que se viste de noche para no perturbar la luz del día que ilumina tu presencia. He sido el espectador de tu sonrisa, el confidente de tus miradas, y sin embargo, me he mantenido al margen, respetando el lugar que mi hermano ocupa en tu corazón.

Cada carta que nunca envié fue un beso que no te di, una caricia que no se posó en tu cuerpo. Escribo para calmar la tormenta que llevas dentro, para apaciguar el fuego que, de otro modo, me consumiría. No porque crea que soy indigno, sino porque valoro el amor que mi hermano siente por ti tanto como el mío propio.

Quizás en otro tiempo, en otra vida, donde los lazos del destino se entrelazan de manera diferente, podríamos haber sido algo más que dos almas que se cruzan en silencio. Pero en esta vida, me conformo con ser el poeta anónimo que te adora desde la distancia, el que te ama en cada línea que jamás leerás.

Con amor eterno,
D.

DIONISIO.

Me levanto de la cama, sintiendo cómo el latido de mi cabeza resuena con cada pulsación, un eco del alcohol que inundó mis venas la noche anterior. Cierro los ojos, y como si fueran la primera luz del amanecer, esos ojos marrones me invaden la mente, esa mirada que me desarma, ese cabello negro azabache que cada día me envuelve en su misterio. Aún resuenan en mis oídos las palabras de nuestra última conversación, esas verdades a medias que nos lanzamos como dardos envenenados. No puedo negar que disfruto verla enfadada, ese gesto infantil de fruncir la nariz, revelando un cielo estrellado de pecas que la hacen parecer aún más tierna y desafiante.

Mi amor por ella nació en un instante de pura inocencia, cuando apenas contaba con siete años y yo con nueve. La vi de lejos, con su melena al viento y una piruleta en mano, caminando con la tranquilidad de quien no conoce la tormenta. Venía a jugar con Apolo, mi hermano, pero yo siempre me quedaba observándola desde las sombras, desapareciendo tras la puerta o refugiándome en mi habitación. Sus risas con Apolo eran melodías que llenaban la casa, mientras que mi presencia se diluía en el silencio, invisible para ella, aunque yo conociera cada detalle de su rostro, cada peca que adornaba su piel.

Con el paso del tiempo, mi rutina se convirtió en un ritual de observación a distancia, hasta que un día reuní el valor para hablarle. Planeé el encuentro durante días, anhelando que captara algo de mí, aunque solo fuera mi nombre. Pero todo se desvaneció cuando abrí la puerta y ella preguntó por Apolo. Con un simple gesto, llamé a mi hermano y observé cómo sus ojos se iluminaban al verlo, mientras que a mí solo me regaló una mirada vacía, desprovista de sentimiento.

Desde ese día, mi relación con Apolo se tensó, marcada por un sinfín de razones no dichas. Y cuando Atenea tuvo que marcharse de la ciudad, me prometí olvidarla, relegarla a un mero recuerdo. Pero cada vez que cerraba los ojos, su sonrisa, su mirada, su risa, todo volvía a mí con la fuerza de un huracán. Pasé semanas en ese estado hasta que decidí escribirle cartas, confesando mi amor oculto, sin revelar mi nombre, consciente de que ella jamás podría corresponder a la intensidad de mis sentimientos. Pero si ella no me amaba, mi amor sería suficiente para ambos. Cada vez que me miraba, me sentía el hombre más afortunado del mundo, porque su mirada me hacía sentir emociones que nunca antes había experimentado, una mezcla de amor, pasión y deseo.

Todo se intensificó cuando la vi de nuevo, en casa de Angela. Al verla descender las escaleras, mi corazón se aceleró, capturado por completo por su presencia. Cada paso que daba multiplicaba mis sentimientos, y aunque aparté la mirada, en mi interior solo deseaba tenerla cerca, respirar su esencia, besarla y hacerla mía.

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⏰ Última actualización: Jun 19 ⏰

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