Plantas

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Plantas


Cuando Fede se mudó a los departamentos que están pegados a la panadería Central, recibí un mensaje en el Instagram: "somos vecinos nuevos, ¿te acordás de mí?"

Fede era el hermano de una compañera del Mosconi y mi último recuerdo de él era el de un adolescente, pero el tiempo avanza y se acelera de manera escandalosa cuando pasás los 30.

Fede con 20 me enseñó lo que era revitalizarse del todo. Su novia volvía frecuentemente a Buenos Aires y cada vez que eso sucedía él me invitaba a instalarme en su espacio. Me hizo adicta a Peaky Blinders y me fue convenciendo de que era un error enorme pensar en el abismo que abren las brechas generacionales. Yo le enseñé mi cocina vegana y cómo se hizo en el sexo la gente de mi generación. Él, con su aire hipster, me enseñó la suya.

Bajo el porchecito que tenía en la parte de atrás de su casa, rio cuando empecé a toser al fumar mi primera marihuana. Llevaba en el cuero grabado unos poemas de Blake, era fan de The Cure y, por más que hacía un esfuerzo por complacerme, no le gustaba la filosofía ni yo fuera de ese microclima.

Cuando vio que había formado pareja con un flaco de mi edad que tenía una nene, de manera abrupta me dejó de saludar y para cuando me separé estaba avejentado y deprimido. Intenté acercarme para ver qué le pasaba y, aunque siempre quedamos en volvernos a ver, jamás concretamos ese encuentro.

–A ver si entiendo... ¿Cuántos frascos hacés de una planta?

‒Yo diría que unos veinte.

‒Y me dijiste que cada uno cuesta cerca de veinte mil pesos...

–Depende la época. Ahora por ejemplo no tiene porro nadie.

–¿Y vos me vas a decir que tenés plantas acá y no nos enteramos?

–Específicamente acá no, pero digamos que tengo una manera de conseguir una en un flash y puede que haya alguna más. ¿Quieren apostar?

Un aire de entusiasmo se volvió a instalar en la juntada que debido a las horas empezaba a declinar, mientras le pedí a Flor que subiera un poco la música por si las paredes escuchaban. En la radio sonaban temas de Paulo Londra y, de las 5 que nos juntamos a cenar, solo tres permanecíamos indemnes y humeantes stalkeando perfiles de Instagram de los tipos que nos gustaban y por diferentes motivos ya habían pasado a ser historia.

Tomé los palillos de sushi y los corchos de espumante para señalar referencias en un improvisado mapa. En un lado puse mi depto, en otro un palillo que hacía las veces de medianera y un corcho que hacía de la casa del vecino en cuestión.

–Acá estamos nosotras ahora –dije, señalando en la mesa ante la mirada fija de Andrea, Soledad y Pepa– y aunque ustedes no me crean acá, según mis cálculos, no hay 2 sino entre 4 y 8 hermosas plantas de marihuana. Y llegar es relativamente fácil, el tema es cómo la sacamos de acá.

Pepa rió incrédula, pero sabía al igual que el resto de la historia pasada con mi vecino.

–¿El tarado de acá al lado las tiene? No lo tenía, con esa pinta de desabrido...

–Tener hoy en día las tiene cualquiera, el tema es que no tantas. Y nosotras hoy mismo vamos a entrar ahí y las vamos a hacer desaparecer.

–Llamá urgente a Rocío, antes de que llegue a la casa de su chongo. Vos andá afuera y fijate que no esté el coche de este. Es un Clio2 negro.

–¿Vos no estás hablando en serio, no? ¿Y si logramos robarlas a dónde metemos semejante cantidad de plantas? Eso sin contar los operativos de la Guardia Urbana –dijo Soledad, superada por la situación.

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