El 13 de junio Nébel volvió a Concordia, y aunque supo desde el primer momento que Lidia estaba allí, pasó una semana sin inquietarse poco ni mucho por ella. Cuatro meses son plazo sobrado para un relámpago de pasión, y apenas si en el agua dormida de su alma, el último resplandor alcanzaba a rizar su amor propio. Sentía, si, curiosidad de verla. Hasta que un nimio incidente, punzando su vanidad, lo arrastró de nuevo. El primer domingo, Nébel, como todo un buen chico de pueblo, esperó en la esquina la salida de misa. Al fin, las últimas acaso, erguidas y adelante, Lidia y su madre avanzaron por entre la fila de muchachos.
Nébel, al verla de nuevo, sintió que sus ojos se delataban para sorber en toda su plenitud la figura bruscamente adorada. Esperó con ansia casi dolorosa el instante en que los ojos de ella, en un súbito resplandor de dichosa sorpresa, lo reconocerían entre el grupo. Pero pasó, con su mirada fría fija adelante.
-Parece que no se acuerda más de ti -le dijo un amigo que a su lado había seguido el incidente.
-¡No mucho! -se sonrió él-. Y es lástima, porque la chica me gustaba en realidad.
Pero cuando estuvo solo se lloró a sí mismo su desgracia. ¡Y ahora que había vuelto a verla! ¡Cómo, cómo la había querido siempre, él que creía no acordarse más! ¡Y acabado! ¡Pum, pum, pum! -repetía sin darse cuenta-. ¡Pum! ¡Todo ha concluido!
De golpe: ¿Y si no me hubiera visto?... ¡Claro! ¡Pero claro! Su rostro se animó de nuevo, y acogió esta vaga probabilidad con profunda convicción.
A las tres golpeaba en la casa del doctor Arrizabalaga. Su idea era elemental: consultaría con cualquier mísero pretexto al abogado y acaso la viera.
Fue allá. Una súbita carrera por el patio al timbre, y Lidia, para detener el impulso, tuvo que cogerse violentamente a la puerta vidriera. Vio a Nébel, lanzó una exclamación, y ocultando con sus brazos la ligereza de su ropa, huyó más velozmente aún.
Un instante después la madre abría el consultorio, y acogía a su antiguo conocido con más viva complacencia que cuatro meses atrás. Nébel no cabía en sí de gozo, y como la señora no parecpia inquietarse por las preocupaciones jurídicas de Nébel, éste prefirió también un millón de veces su presencia a la del abogado.
Con todo, se hallaba en ascuas de una felicidad demasiado ardiente. Y como tenía dieciocho años, deseaba irse de una vez para a solas, y sin cortedad, su inmensa dicha.
-¡Tan pronto, ya!-le dijo la señora-. Espero que tendremos el gusto de volver a verlo otra vez... ¿No es verdad?
-¡Oh, sí, señora!
-En casa todos tendríamos mucho placer... ¡Supongo que todos! ¿Quiere que consultemos?-sonrió con maternal burla.
-¡Lidia! ¡Ven un momento! Hay aquí una persona a quien conoces.
Lidia llegó cuando él ya estaba de pie. Avanzó al encuentro de Nébel, los ojos centelleantes de dicha, y le tendió un gran ramo de violetas, con adorable torpeza.
-Si a usted no le molesta-prosiguió la madre- Podría venir todos los lunes... ¿Qué le parece?
-¡Que es muy poco, señora! -repuso el muchacho-. Los viernes también... ¿Me permite?
La señora se echó a reír.
- ¡Que apurado! Yo no sé... Veamos qué dice Lidia ¿Qué dices, Lidia?
La criatura, que no apartaba sus ojos rientes de Nébel, le dijo ¡sí! en pleno rostro, puesto que a él debía su respuesta.
- Muy bien: entonces hasta el lunes Nébel.
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Estaciones de amor - Horacio Quiroga
Teen FictionHistoria corta. Ésta no es una historia de amor.