Caminé escurriendome entre las masas de gente, y doblando una esquina creí encontrarme con mi sombra.
Pero no era yo.
Según la mitología regional, el fuego es sagrado y representa la dualidad del tiempo de los humanos en la tierra, tanto la nueva vida como la naturaleza autodestructiva del hombre. Este aparente mitema les lleva a los locales a celebrar festivales y marchas periódicas: los muchachos saltan y bailan largamente, los viejos se limitan a prender antorchas y dirigir refulgentes miradas de nostalgia a los danzantes, que bajo el odioso recordatorio de la vejez bailan más fuerte.
Algo así recordé mientras el aire cálido acariciaba mi piel y yo caminaba entre la gente. Me dirijo con pasos apurados a la dirección indicada, y finalmente, al tiempo que cruzo un callejón de luces inservibles y atmósfera lúgubre, el ya distante ruido del bullicio se fue haciendo ausente.
Abrí una puerta oculta y me introduje en un largo e interminable pasaje. Las medievales antorchas que falazmente iluminaban el camino —y aquí no se mostraban extrañas— parecían animar a las sombras, que se doblaban y retorcían en ángulos indescriptibles.
Finalmente, y después de marchar una cierta distancia, llegué a dar con una vieja puerta de madera que inútilmente resolví tocar. Después intenté, con éxito similar, llamar a quién estaba adentro. Me decidí a abrir la puerta. Giré la perilla de forma sorpresivamente fluida, y la madera podrida me cedió el paso sin muchas dificultades. Sin embargo, una nube de polvo robó mis sentidos de forma momentánea; al cerrar los ojos, el olor a humedad que antes me había molestado desapareció, al abrirlos, seguía sin volver. Una pesada oscuridad que nada revelaba cobijaba la habitación entera.
Los hechos que contaré a continuación parecerán imposibles, y largas noches he pasado pensando si realmente sucedieron. Yo mismo, en garantía personal de mis facultades, no he terminado de decidir si me he vuelto loco, ni si los eventos que presentaré pasaron en este orden específico. Tengo razones para creer que lo hicieron así, pero también en una variedad más de cronologías. He escuchado a algunas personas hablar de la obra del destino; nunca he prestado atención a tales argumentos, pero ahora, más que nunca, proveen la única ilusión de conocimiento que me queda; habrá sido Horapolo quien identificó dos tipos de serpientes en las imágenes griegas: una representaba a Eón y otra al Cosmos. Ahora me doy cuenta que tal distinción es trivial y una toma el lugar de la otra de forma arbitraria.
Di un paso adelante, y por fuerza del azar, dios cruel que picó mi curiosidad y me mandó en este rumbo, noté un bulto inmóvil en medio de la habitación. No reaccioné inmediatamente, pero por el estatismo de la figura, me di cuenta que este era el Tanatonauta del que me habían hablado. Después de un tiempo indefinido que bien pudo haber sido infinito, la forma abrió la boca (su voz revelaba vejez incalculable.) Registro aquí las palabras.
Me deslicé por el jardín, solitario, y llegando a un pequeño espacio que no había sido asaltado por la maleza; aquí sentí luz de frente y encontré flores rojas que se extendían infinitamente a ambos lados del jardín. Las sombras de las flores eran palabras, pero sus sonidos eran incomprensibles y yo no puedo pronunciarlos. Avanzando un poco más, me agaché a recoger una flor, pero una espina me hizo sangrar y la sangre era tiempo.
Entonces la flor, que noté era blanca, me dijo: Estás muriendo porque eres una cosa muerta de un lugar muerto hecho a semejanza de la muerte. Vienes aquí a morir. Muere pues, y nacerás después.
Y así lo hice.
Nací, y en la tierra a la que vine lo vi todo. Conocí a los siete Shakespeares y escuché sus sonetos quemados. Escuché también la primera melodía y la última canción, los versos extraviados del rey Neza y las composiciones perdidas de Bach. Vi entonces a lo lejos, y encontré a lo lejos a Caín abrazando a Abel, y vi a Satán relatar en pentametro iámbico la caída de Rafael. Creí ver también al Quijote, pero no montaba a Rocinante sino a un fuerte córcel y lo seguía un escudero. Agucé el oído y advertí a un hombre podrido cuyos labios negros deletreaban el nombre secreto de Dios; el hombre era yo y era anatema. Recordé a los ka egipcios, que acostumbraban suplantar a los hombres y sentir sus sentimientos y recordar sus recuerdos, pero al intentar dialogar con el hombre sentí una fuerza inmensa que me jalaba, o empujaba, en direcciones inéditas. Aquí supe al universo, vasto como es. Supe el universo: alcancé todavía a circunscribirlo y a contar todas las estrellas. Lo vi acabar en una implosión, en una ruptura y en congelamiento. Lo vi nacer y ser creado. Lo vi romperse y volverse a coser.
Esto pasó en el primer segundo.
Después el tiempo se hizo eterno, pero acordé las palabras de la flor y supe que acababa de nacer. Entonces esperé. Entre otras cosas, me determiné a cartografiar aunque sea un sector del jardín, pero la tierra cambiaba y mis ojos se quemaban intentando estudiarla. Tal vez fue en este momento que llegó otra vez el doble, al que ya no tuve miedo. La eternidad me dio coraje y lo ataqué. Pero ya lo había matado cuando pude ver su cara, que era igual en todo a la mía excepto en los ojos, que revelaban invidencia. Sentí lástima, pero pensé que en otro tiempo él me había matado a mí y ya no sentí nada.Estos hechos, que fueron todos los posibles y sucedieron de todas las formas posibles, se repitieron en permutaciones cuyo número rivalizaba al infinito. Más no lo era, y eventualmente terminó.
Ya después me enteré que por 10 segundos en total, mi corazón dejó de latir. Los severos fríos del norte me hicieron pasar por lo que llaman “muerte médica”, y ahora aquí estoy. Pero yo mi vida ya la viví, ya te conocí y esta conversación ha progresado de incontables formas, tú lo puedes ver. De alguna forma, yo morí ese día. Aquí no hay nada para ti.
Entonces me volteé para irme, pero un fulgor inexplicable iluminó el cuarto como un claro de luna, y el invisible rumor de la mirada del hombre me hizo girarme y encararlo.
El hombre, que supe entonces no era viejo, tenía complexión delgada: lo más delgado que he visto a un hombre, pero sus ojos pálidos revelaban inteligencia suprema y brillaban de forma extraña. Su gruesa cabellera ceniza parecía suspendida en el aire, la nariz romana y quijada de ángulos crueles dejaban entrever un semblante de nobleza. Finalmente, volví a fijar la vista en sus ojos, que parecían adoptar un ademán de reconocimiento. Entonces me percaté. El hombre era ciego.
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bisnaga
PoetryPues me cree Wattpad para tener en alguna parte algunos cuentos y poemas. Si alguien llega a leer algo de esto por favor que me diga qué piensa jaja.