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Esperaba por unas piezas de pan, con los brazos cruzados y la mirada fija en la mesa del mercado. Mi estómago rugía, recordándome la urgencia de mi misión. Sabía que Ethelia se enfadaría cuando descubriera que había salido de casa sin permiso. Pero no podía hacer nada más, no con el Carnaval de Fenómenos llegando a la ciudad.

Odiaba el carnaval y a todos esos grotescos payasos de sonrisas exageradas y miradas huecas. Pero Simon, mi pequeño hermano, los adoraba. Cada año, cuando las aeronaves surcaban el cielo dejando caer carteles del espectáculo, él corría detrás de ellos con los ojos brillantes de emoción.

Envidiaba su entusiasmo. No entendía cómo podía emocionarse con algo que, a mis ojos, solo traía desgracia.

El vendedor de pan me miró de reojo, como si supiera que no tenía dinero suficiente. Apreté los labios y metí la mano en mi bolsillo, contando las escasas monedas que había logrado reunir. No sería suficiente. Tendría que ingeniármelas para conseguir algo más. La ciudad entera estaba embelesada por la llegada del Carnaval de los Dieciséis, y nadie prestaba atención a una muchacha flacucha con ropa raída.

Un cartel del espectáculo cayó a mis pies. Lo tomé con desdén, pero mi mirada se fijó en las letras doradas que anunciaban la llegada de los artistas. Había una ilustración de un arlequín de sonrisa afilada y un hombre de piel pálida con una jaula en la espalda. Un escalofrío recorrió mi columna.

Con un suspiro, dejé el cartel a un lado y me enfoqué en lo que importaba. 

Tomé aire. Y esperé el momento perfecto para actuar.

Sabía que con el carnaval en la ciudad, sería difícil buscar algo que comer. Las monedas escaseaban y apenas alcanzaban para fósforos o un poco de carbón para calentarse por el invierno. El carnaval mantenía la ansiedad de las personas. Los denominados "Exclusivos", vampiros, hombres lobo, hadas y duendes, pagaban desorbitados precios por una entrada, mientras que los "Excluidos", humanos, apenas contaban uno o dos monedas al día. Era humana, una que vivía en El Domo, un lugar donde los más pobres vivían bajo los puentes de Ámsterdam.

De pronto, oí que alguien me llamaba. Me giré y vi a mi hermana Ethelia, de largos cabellos dorados y ojos felinos, con una expresión severa en el rostro. Ethelia, con su porte elegante y su fuerza natural, parecía fuera de lugar en la miseria de El Domo. Su figura recordaba a la de una guerrera.

—Ya debemos ir a casa, Simon nos espera —odenó Ethelia, con el tono impaciente de quien no está acostumbrada a recibir negativas.

El aire olía a madera húmeda y desperdicios viejos. Bajo el puente, donde la luz apenas se filtraba entre las grietas de la estructura, mi casa  y la de mis hermanos se erigía con parches de tela y madera rescatada de la basura de los Exclusivos. La lona que servía como techo temblaba con el viento de la tarde, mientras Ethelia y yo avanzábamos con pasos calculados sobre las tablas mal clavadas del suelo.

Dejé caer mi bolsa en un rincón y me giré hacia mi hermana. La miré con sus ojos cansados, el rostro cubierto por una leve capa de suciedad.

—¿Sabes qué día es hoy? —preguntó, con una voz más áspera de lo que pretendía.

Ethelia me observó con la mandíbula tensa.

—Claro —respondió—. La llegada del carnaval.

Desvié la mirada, cruzando los brazos.

—Me refiero al aniversario de muerte de nuestra madre.

El silencio se extendió como una niebla espesa entre ambas. Ninguna de las dos lo rompió al instante, porque no había nada que decir que el tiempo no hubiese ya convertido en cenizas. Entonces, una risita infantil interrumpió la quietud.

El Antiguo Arte de Matar a un Inocente y Otros EspectáculosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora