Darla se encontraba sentada en su habitación, rodeada por las sombras que danzaban en las paredes. El silencio envolvía cada rincón, como una manta pesada que la aprisionaba en su soledad. Aferraba sus rodillas contra su pecho, tratando de contener el torbellino de emociones que la consumía desde adentro.
Nadie parecía entenderla. Su familia, sus amigos, incluso aquellos que decían estar cerca de ella, todos parecían estar a años luz de comprender el laberinto de su mente. Y eso solo aumentaba su sensación de aislamiento, como si estuviera atrapada en un mundo donde nadie más existía.
Cada vez que algo salía mal, Darla se culpaba a sí misma. ¿Qué había hecho mal? ¿Por qué todo parecía desmoronarse a su alrededor? Las voces en su cabeza se convertían en un murmullo ensordecedor, recordándole constantemente sus errores, sus defectos, sus fracasos.
Y así, optaba por el silencio. Prefirió encerrarse en su cuarto, donde nadie pudiera ver las lágrimas que caían en silencio por sus mejillas. Se convirtió en su propia compañía, una compañía llena de angustia y autodesprecio.
Pero en medio de la oscuridad, una chispa de luz se filtraba a través de las grietas de su corazón. Quizás, solo quizás, no estaba completamente sola. Quizás había alguien que podría entenderla, alguien que podría escuchar su silencio y responder con comprensión en lugar de juicio.
Con esa frágil esperanza ardiendo en su pecho, Darla se permitió abrir la puerta de su cuarto, dejando que un rayo de luz iluminara su camino hacia la aceptación y el perdón, tanto hacia los demás como hacia sí misma. Y en ese momento, el silencio ya no era una prisión, sino un refugio donde encontrar la paz interior.
