Lo que más odio del mundo es madrugar, me repite mi subconsciente cada mañana cuando mi despertador suena, cuando el insoportable llanto del hijo de la pareja que vive en el piso de al lado no cesa, cuando mi padre quiere mentirse así mismo creyendo que ese curso de bricolaje le produjo algún cambio en sus conocimientos sobre este e intenta demostrarlo aporreando cualquier herramienta sin darle su correcto uso o mi madre cantando, más bien berreando, mientras limpia el pasillo que da a mi cuarto, sobre todo, odio madrugar los domingos para ir a misa, con todas mis fuerzas, y hoy, es domingo. Me levanto haciendo un esfuerzo más grande del normal, es decir del que suelo hacer para ir al instituto, ya que hoy la pereza y la vagancia se apoderan de mi como un tipo de droga de las que te comen por dentro. Me siento en el borde de la cama y empiezo a pensar ¿qué hago aquí? Yo debería estar en Canadá realizando allí mi último año de instituto con la beca que aquel señor tan simpático proporcionaba a los dos alumnos con mejor expediente de mi instituto, ya que es considerado uno de los institutos con mayor nivel académico de España. Tanto como Alex como yo, teníamos la beca asegurada. Alex siempre ha sido mi mejor amigo, lo conocí en preescolar cuando se cayó del triciclo y fui a ayudarle, recuerdo perfectamente su cara al levantarle del suelo, lloraba, lloraba mucho y yo fui la única que fui ayudarle, el agradecimiento fue tan fuerte aquel día para aquel pequeño que nunca más se alejó de mi. Además, su madre, que siempre he creido que quiere que mantenga una relación con él, removió cielo y tierra para que estuviésemos en la misma clase cuando fuéramos al colegio. Él nunca fue muy bueno para hacer amigos, yo lo era un poco más pero en cuanto intentaba acercar a Alex a aquellas nuevas personas, estas se iban, se alejaban. Alex nunca ha gustado a la gente, siempre he creído que era por sus buenas notas, su expediente siempre ha sido magnífico, niño de dieces en todas las asignaturas, y si alguna vez, sacaba décimas menos del diez, las lágrimas se escapaban de sus ojos aunque él no quisiese. Supongo que esto para las demás personas es raro, bastante raro, sobre todo en la escuela de primaria en la que estábamos antes de ir al instituto donde a la gente le importaba bien poco las notas. Preferían jugar a cualquier deporte a todas horas, hablar en clase, intercambias papelitos, tirarnos a Alex y a mi aviones de papel ya que éramos considerados los "empollones" de la clase y ese tipo de cosas que hacen las personas que le importa bien poco la enseñanza. Pero bueno, él y yo nos lo pasábamos bien solos, no nos hacia falta nadie más. Recomendados por el colegio donde cursamos la primaria, Alex y yo fuimos aceptados en el instituto en el que ahora mismo curso mi último año de instituto. Los dos primeros años fueron duros, lo de ser los "empollones" de la clase acabó. La gente en ese instituto era diferente, solo había personas que querían estudiar y que pasan la mayor parte de su adolescencia, a diferencia de un 80% de adolescentes, haciendo esto, estudiar. Alex y yo tuvimos que estudiar mucho y sobre todo realizar un trabajo considerable y constante durante todo este tiempo para poder volver a ponernos entre los primeros de la clase. Incluso conseguir ser los primeros, aunque él siempre, por diminuta que fuese la posición, conseguía ser mejor que yo. Aun así, como decía, ambos teníamos la plaza asegurada, pero no todo podía ser tan bonito, así que, como en todos lados, se produjo un caso de hipocresía, y Carla, hija de un empresario con un gran estatus, con una media de 8.64 consiguió la beca. Cuando me enteré no podía creerlo, ¡mi media es de 9.871! ¿Cómo demonios era posible?. En ese momento algo interrumpe mi dilema.
-Paula, ¿puedo pasar?. -Era mi madre.
-Si, mamá pasa.
-Pero... ¡Paula! -Dice gritando y en tono furioso-. ¿Has visto qué horas son? ¡Llegaremos tarde a misa! De verdad, Paula, eres una irresponsable, te quiero lista en 20 minutos y no hay peros que valgan.
Y sale pegando un portazo. Mi primera reflexión de cada mañana, la de que odio madrugar más que a nada en el mundo, también cinco minutos después de despertarme cambia. Odiaba tantas cosas en el mundo, la desigualdad, la hipocresía, la corrupción, la superioridad de ciertas personas y la imbecilidad de otras tantas, entre otras. Pero si hay algo a lo que odiara y quisiera a la vez era a mis padres. Teníamos ideas tan distintas... A pesar de que no éramos ricos, ni mis padres tenían una ocupación profesional muy alta en la escala social, ellos siempre creían que eran más que otros. No salían de casa nunca sin alguna prenda de marca, ni tampoco acudían a bares normales, siempre tenían que ir a lo más alto donde la clase alta fuese. Yo, sin embargo, estaba harta de clases que diferenciaran a las personas. Me parece mentira que en pleno siglo XXI sigan existiendo este tipo de personas como mis padres que piensen así. Siempre he pensado que mis padres creen que soy la deshonra de la familia, solo por mis ideales, solo porque no pienso igual que ellos, sobre todo creo que lo piensa mi padre. No hay día que mi padre no me diga "No se como puedes tener esa clase de pendientes en la oreja, pareces un toro" o "Nunca entenderé como has podido pintarte la piel, ni te imaginas la mala impresión que das" aunque peor es la cara de desprecio cada vez que ve uno de mis pircings en la oreja o de mis tatuajes, que son pequeños pero son visibles. Creo que lo que siento cuando me mira de esa manera es aun peor que lo que hacen sentirme sus palabras. Le da igual mis notas, nunca me ha deseado suerte para un examen ni nunca lo hará. Mi madre, se preocupa más por mi, aunque no le agrada nada mi forma de pensar y siempre, todo lo que hago está mal. Su mayor problema es que les preocupa demasiado una fachada bonita, que encaje en todos esos sitios que les gustan, sin saber que la verdadera belleza de una persona nada tiene que ver con su aspecto.
Decido ponerme de pie de una vez, cojo la ropa que me pondré, la cual había preparado la noche de antes y me voy a la ducha. Al igual que hay muchísimas cosas que odio, está es una de las que amo, una buena ducha de agua caliente, dejar caer el agua sobre mi cabeza sin pensar en nada, relajada...
Pero la relajación solo dura un par de segundos, sin motivo aparente llega a mi cabeza una imagen de unos niños negritos en África muertos de hambre y de sed, y me siento tan mal que paro el caño de agua que estaba cayendo sobre mi cabeza, me enjabono, y me enjuago lo mas rápido que puedo y usando el menor gasto de agua posible. Al salir de la ducha me echo la toalla y adopto posición oruga con muchísimo frío. Cuando por fin estoy seca, me pongo las medias tupidas azul marino y un vestido de los que mi madre me compra solo para ir a misa, ya que sabe que nunca más me los pongo, pero tengo prohibido ir a misa con mi habitual atuendo. Me acabo de vestir y me seco el pelo. Veinte minutos justos cuando llego a la puerta de la casa. Pero mal para mis padres.
-Llegas tarde, señorita. -Dice mi padre mientras lee el periódico sentado en una pequeña silla, casi de adorno, que hay en la entrada de la casa.
-Lo siento.- Digo sin más, aunque realmente no lo sienta. Si digo lo contrario llevará a una discusión con ellos y es lo último que deseo en este momento.
Salimos de casa y llegamos a la iglesia. Como cada domingo saludo a todos esos pijos, que son amigos de mis padres, a los cuales no soporto y se nota, por lo cual mi madre me regaña cada domingo al volver a casa. Pero es que no puedo soportar ese tipo de gente, al igual que tampoco soportaría a mis padres si no fuesen mis padres. Pero como lo son, no me queda más remedio. Aguanto la misa como puedo. Y como cada Domingo de alumna de segundo de bachillerato, que quiere conseguir un 12,5 como mínimo en selectividad transcurre el día, estudiando como una loca. Haciendo uno de los mayores esfuerzos de mi vida hasta el momento, el cual mis padres son incapaces de aceptar y me duele que esto sea así.
Cuando son las ocho de la tarde, me conecto con Alex por Skype, y charlamos de todo lo que hemos hecho durante el día y sobre los estudios, le planteo unas dudas que tenía sobre un problema de matemáticas y un poco más tarde, nos despedimos. Está muy guapo, aunque mucho más pálido. Lo conozco desde que teníamos un año y ahora lo veo tan mayor, tan hombre... Que me cuesta asimilar que el tiempo haya pasado tan rápido todos estos años. Pero sin duda, este está siendo el peor y el más duro de todos, y para colmo sin Alex, era mi pilar fundamental donde siempre podría apoyarme, el que siempre estaba ahí, ahora sigue estándolo y sin duda lo siento tan presente como siempre pero echo mucho de menos su compañía en el día a día.
Y así, entre apuntes y nostalgia, pasaban mis días muy parecidos el uno del otro. Prácticamente iguales, las mismas caras cada día, explicaciones largas y aburridas cada día, y echándole de menos cada día.
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El complejo de Eisenmenger
RomancePaula, una adolescente de 17 años, lleva una rutinaria en la vida basada en estudiar y poder llegar a conseguir entrar en la facultad de medicina hasta que la vida le pone un bache que sabe a sarcasmo al enterarse de que una enfermedad se ha hecho d...