PRÓLOGO

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Lunes, 15 de febrero de 2016

Sé que voy a morir.

Primero dejo de respirar, o quizás lo hago tan rápido que no dejo tiempo a mis pulmones para coger aire. Luego llegan los sudores fríos, seguidos de palpitaciones irrefrenables. El calor se hace insoportable, y la presión en el pecho me nubla la vista. Fijo la mirada en la carretera, tratando de calmarme. Las líneas del borde de la calzada se pierden en el horizonte, sin llegar a tocarse en la oscuridad de la noche. Una mano fría me aprieta la garganta, dejándome un hormigueo en la cara. Pierdo el tacto del volante. Grito hasta quebrar la voz. Lloro como una niña.

Consigo parar en el arcén, al lado del bosque. Apago el motor y escapo del coche lo más rápido que puedo, sin saber a dónde ir. Sólo me tranquilizo al pensar en la Glock que llevo en la guantera del copiloto.

Sopla un viento gélido que atraviesa todo mi cuerpo y me devuelve al presente. Poco a poco recupero la normalidad: vuelvo a sentir mis extremidades, mi campo de visión se amplia y mi respiración se normaliza. Aunque sólo ha durado unos minutos, me han parecido noches en vela.

Es el tercer ataque de pánico que sufro esta semana. Siempre llegan sin previo aviso, tan terribles como la primera vez, dejándome con este vacío pegado a la piel.

Me quedo sentada sobre el capó para retrasar todo lo posible volver al coche. Saco un paquete de cigarrillos y compruebo que todavía me quedan un par. Enciendo uno y le doy temblorosas caladas, recreándome en el alivio que me provocan el calor y el humo al bajar por la garganta mientras veo pasar algún camión cada pocos minutos. Por un momento, llego a pensar que vuelvo a estar bien.

Luego recobro la cordura, y con ella la incertidumbre que me ha traído hasta aquí.

Ni si quiera sé porqué he cogido el coche para hacer sesenta kilómetros hasta las afueras de Chicago en plena noche. Fue un impulso, una corriente eléctrica que me recorrió el cuerpo desde la cabeza hasta los pies. La necesidad urgente de actuar para no pensar.

Aprieto los labios, apurando la última calada, antes de tirar la colilla al suelo y apagarla con la puntera. Entonces me fijo en mis zapatillas Converse, con la suela despegada por la parte interior. Vuelvo a sentir un dolor en el pecho, como si me quemasen por dentro con una barra de hierro candente. Fueron un regalo de Sam. Saco el último cigarrillo del paquete y lo protejo del viento con la mano para poder encenderlo. Fumo mirando al suelo.

En realidad, sí sé porqué estoy haciendo esto: me siento atrapada en una pesadilla. Los últimos meses han sido los peores de mi vida, una sucesión de mentiras e incertidumbre que me alejan de la realidad. Ya ni siquiera tengo el control sobre mí misma, como si estuviera en la piel de otra persona. Demasiadas lágrimas sin consuelo.

Necesito una respuesta, una respuesta que sólo una persona puede darme. Aunque no sé si estoy preparada para escucharla. Tal vez debería dar media vuelta, dormir en mi casa de tres millones de dólares con vistas al lago Míchigan y olvidar esta noche. Mañana sería un día normal, como otro cualquiera. Iría a la editorial, comería con Annie, mi editora, y seguiríamos preparando el lanzamiento de mi nueva novela para finales de año.

Apartar la vista de la zapatilla.

Fingir que no pasa nada.

Hay cosas que es mejor no saber.

Me cuesta sujetar el cigarrillo, tres cuartas partes hecho ceniza. Giro la cabeza hacia el coche, aterrada por tener que volver a él. La réplica de una pesadilla sacudiendo mi cuerpo.

Se me acaba el tiempo, todo el tiempo que puede tener una mujer joven, rica y famosa en el arcén de una carretera a las cuatro de la madrugada. No estoy segura de lo que voy a hacer, pero no puedo seguir así. No tengo elección.

Subo al coche, luchando contra los temblores de mi mano para poder arrancar el motor. Vuelvo a la carretera y, con la imagen en mente de la Glock en la guantera, llego a la conclusión de que sólo una pregunta basta para volverme loca: ¿por qué?

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⏰ Última actualización: Sep 21 ⏰

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