Capítulo primero, parte 1

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Ayer Allan tuvo una pesadilla. No fue una pesadilla normal en las que se encuentra corriendo de un perseguidor desconocido e invisible. No, era una pesadilla distinta, siniestra en oscuras formas que le llenaron su corazón de un terror inenarrable. Allan era inventor, o eso gustaba decir. La verdad es que era un simple relojero, quizás bastante bueno, según a quien se preguntase. Aunque no gozaba de una reputación realmente destacable, era apreciado por sus recurrentes clientes, quienes con su poco cuidado solían estropear sus relojes casi a diario. Allan amaba los relojes, y ver como algunas bellas antigüedades eran maltratadas por sus inconscientes dueños le dolía en el alma. Pero se tragaba su dolor en pos de su situación económica, jamás admitiría públicamente que detestaba tener clientes, ya que le brindaba la posibilidad de trabajar y ganarse la vida. Así que es de esperar su pavor al despertar, pues había soñado con un reloj que no podía reparar. Por más que lo intentase, en su sueño, este siempre funcionaba al revés; contando segundo a segundo, minuto a minuto, hora tras hora hacia atrás. Para alguien que no fuese Allan este sueño no sería más que un evento curioso y hasta interesante o divertido. Pero para Allan fue el terror. Se despertó cubierto en sudor y con el corazón palpitante a más no poder. Casi por reflejo tomó su antiguo reloj de bolsillo que siempre reposaba sobre la mesa de luz cuando dormía. Funcionaba correctamente y un suspiro aliviado resonó en el silencio de su habitación. Bueno, silencio excepto el tic-tac de todos sus relojes.Esa madrugada no volvió a dormir. Se levantó antes de que amaneciese al no poder volver a conciliar el sueño y se dispuso a adelantar sus trabajos del día. De vez en cuando se detenía a descansar la vista y sus prestas manos mientras tomaba de su taza de café. En esos momentos el recuerdo del sueño le volvía y se preguntaba si tendría algún significado. –Espero que se quede como está. –murmuró para sí refiriéndose a su pesadilla, como intentando alejar un augurio siniestro que intentaba ignorar. Al final solo el tiempo le demostraría que a veces, solo a veces, una pesadilla puede decir mucho más que un simple augurio maligno. Pero Allan intentaba no pensar en ello. Así transcurrió su mañana y llegado el mediodía se dispuso a almorzar las sobras del día anterior. No hubo terminado el último bocado cuando alguien llamó a la puerta. Tras insistir varias veces con un – ¡Ya va! –cada vez más hastiado y condescendiente, se dirigió a abrir. Un hombre alto vestido con una gabardina gris y un vistoso bigote blanco ingresó a su tienda con expresión de desesperación. –Disculpe la insistencia señor Coppernacht –se disculpó haciendo una rápida y educada reverencia, sin dejar de jadear –Es un asunto urgente, mi tren está a punto de partir y he estropeado mi reloj –Allan no había notado el suntuoso sombrero de copa que el hombre llevaba en la mano izquierda sino hasta que usó su derecha para extraer de su bolsillo un hermoso reloj de plata. –En realidad un joven gamberro tropezó conmigo hace unos minutos y calló de mis manos, si puede repararlo por favor le pagaré con abundancia –dijo mientras dejaba el reloj sobre el mostrador y se disponía a extraer su monedero. Pero entonces sus ya preocupadas facciones palidecieron aún más. La siguiente expresión utilizada fue una curiosa mescla de insulto, blasfemia y lamento que Allan encontró en cierta forma graciosa. El hombre se disculpó, no tenía con qué pagarle en el momento, pero le extendió en cambio una hoja de papel que escribió en el momento, donde ponía su nombre, dirección, la firmó y la selló con su anillo. Allan se mantenía inmutable con los brazos cruzados sobre el mostrador y sus anteojos a media nariz. –Sé que quizás no tenga motivos para confiar en la palabra de un viejo desconocido, pero le ruego que arregle mi reloj, es una preciada herencia familiar que estuvo en mi familia por generaciones, y no puedo permitirme el volver a mi padre con el reloj en estas condiciones. Sepa entender. –La expresión del hombre se tornó en ruego, aunque muy elegante y carismática. Allan seguía en silencio mientras leía el trozo de papel que le había sido extendido. El hombre se llamaba Esteban Trust y su caligrafía le asombró, más no hiso gesto alguno. Era un hombre de recursos. Esto lo dedujo a raíz del sello, que presumió, era de su familia. Un círculo de laureles que se asemejaba, a simple vista, a una serpiente de uroboros coronando a una gloriosa letra T adornada con lo que parecían tres flores de lis. –Le doy mi palabra y la de mi familia que sus servicios serán recompensados, y en todo caso allí tiene mi dirección en caso de que lo olvide. Pero créame que no lo haré. –Allan continuaba sin decir palabra, analizando la situación y el extraño sello. –Pues bien. –suspiró intentando parecer escéptico. –Pero le aclaro que lo hago sólo por el reloj. –El hombre pareció conforme y hasta sorprendido por la decisión. –Dejaré que sea usted el que decida los honorarios –exclamó levantando una ceja mientras dirigía una mirada desinteresada hacia su curioso cliente. La sonrisa de conformidad seguida de una leve inclinación de la cabeza del hombre fueron la única respuesta y Allan tomó sus herramientas y se dispuso a abrir el bello reloj.Era realmente obra de un artesano, toda una antigüedad, seguramente único en su tipo, invaluable. Allan lo revisó, viendo que nada estaba realmente roto, no le costó repararlo y sin usar repuestos. Le tomó apenas unos minutos, quizás diez o quince, ante la mirada atenta y expectante del señor Trust. –Entonces... ya está. –Concluyó sereno, aunque por dentro se vanagloriaba de su habilidad. El señor Trust sonriente tomó el reloj y se despidió llenándole de elogios mientras le recordaba que su ayuda no quedaría sin remunerar. Antes de cerrar la puerta volvió a dirigirle una mirada agradecida, agregando que cuando su enviado le trajese sus honorarios, solo se limite a entregarle el papel que le había sellado. Repitió su adiós y se retiró apurado camino a la estación de tren, que quedaba a dos calles. Allan se quedó nuevamente en silencio, con los brazos cruzados en su mostrador, intrigado entre el constante tic-tac de todos sus relojes.Esa noche volvió a soñar, pero esta vez con el reloj de plata. Lo soñó con sorprendente detalle, quizás algunos inventados por su subconsciente. Pero el misterioso reloj seguía teniendo el encanto que le llevó a confiar de esa manera en un ricachón desconocido. En el sueño se encontraba paseando entre oscuras formas que le recordaban a un bosque, lejos de tener miedo le producían una desinteresada serenidad. Al final del apagado bosque llegó a una pradera en la que el camino bajo sus pies pareció de repente ser de piedra gris. A sus lados ahora se extendían colinas y llanuras verdes y amarillas, pero de un tono fantasmal y a la vez vivo. El cielo, que nunca miró directamente, parecía tener un color azul violáceo que generaba una atmosfera surreal. El campo no estaba vacío; dispersas entre la hierba habían grandes estatuas, como monumentos al recuerdo e imaginación, erguidas en piedra blanca como la leche. Vio un ángel, un anciano taumaturgo, quizás algún hada, todos en poses solemnes y consagradas a la ominosidad de su tamaño. El camino seguía doblando a la izquierda, cruzando por un puente de piedra oscura a través de un sinuoso rio que no había notado hasta entonces. Pero pronto se encontró abandonando el camino para observar las estatuas más de cerca. El tiempo parecía no existir en ese lugar, no sentía apuro por avanzar y la maravilla de los blancos y altos monumentos le atraía con esa curiosidad que a todo amante del arte y la belleza suele atraer. Aunque no quiso perder de vista el camino, se adentró en el campo con sereno andar, deteniéndose frente a la estatua más cercana. Era una figura alta como las demás, representaba un hombre encapuchado vestido con una larga túnica. Sus brazos dentro de esta unidos en el estómago, le daba un aire místico tal que parecía un sacerdote, o un sectario a ciertos ojos, pero no inspiraba sino la belleza de su construcción. Fue entonces cuando lo vio. O cuando apareció, después de todo, los sueños son impredecibles. En las manos del enigmático sacerdote colgaba el reloj, resplandeciente incluso en contraste con el blanco tiza de la piedra. El reloj, que en un principio solo parecía colgar inmóvil, pronto comenzó a moverse como un péndulo, y aun así era apreciable cada detalle de su manufactura. Delicados motivos intrincados enlazaban una serie de flores y estrellas que a su vez coronaban una excelsa rosa de los vientos de ocho puntas, con sus respectivos puntos cardinales en unas bellas letras ornamentadas. Y sólo describiendo la tapa. El reloj se movía al compás de su propio tic-tac que recién entonces notó y que a medida que parecía caer presa de su hipnótico vaivén, este relajante sonido se incrementaba, llegando incluso a doler. Entonces súbitamente se detuvo. Y Allan despertó sobresaltado, mas no asustado, sorprendido y quizás maravillado por el curioso sueño que acababa de tener. Miró su mesa de luz constatando que su propio reloj, ahora con apariencia aburrida a sus ojos, seguía allí. Pero ahora a su lado descansaba a su vez la nota sellada de su inesperado cliente del día anterior. Se preguntó en silencio si valió la pena haber arreglado el reloj a cambio de la promesa de un desconocido. Pero no le hiso falta responderse, ya sabía la respuesta. Reparar un reloj siempre vale la pena.

La casa de los relojes rotosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora