*⁠.⁠✧Agridulces Recuerdos*⁠.⁠✧

Reflejos De Aprobación

Descripción: En los dorados atardeceres del palacio, un joven Francia enfrenta la crítica implacable de su padre, el Reino de Francia. En medio de una rutina de cepillado del cabello, surgen reproches y recuerdos de vergüenzas pasadas. Sin embargo, entre las duras palabras y la disciplina estricta, se revela un destello de cariño y esperanza. En una rara muestra de ternura.

Advertencias: No por el momento.

Aclaración: En humano la edad de Francia sería los 14 años en el tiempo que ocurre este One-shot.

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El sol se deslizaba hacia el horizonte, tiñendo de un cálido tono dorado las opulentas paredes del palacio. Las sombras alargadas jugaban en los tapices y muebles antiguos, otorgando un aire majestuoso y atemporal a la habitación. Sentado frente a un gran espejo ornamentado, Francia miraba su reflejo con una mezcla de ansiedad y resignación. Su cabello, blanco como la nieve, caía sobre sus hombros en suaves ondas, desordenado después de un día lleno de desafíos y expectativas incumplidas. Sus ojos, bicolores y cautivadores, contaban una historia de lucha interna: el ojo izquierdo rojo como el fuego bajo la franja azul de su cabello, y el derecho de un azul profundo bajo la franja roja.

El sonido de pasos firmes resonó en el pasillo, cada golpe contra el suelo de mármol anunciando la inminente presencia de su padre. La puerta se abrió con un suave crujido, y el Reino de Francia entró en la habitación, emanando una autoridad incuestionable. Su porte altivo y la mirada crítica fueron suficientes para que Francia enderezara la espalda, anticipando la reprimenda que estaba seguro recibiría.

El Reino de Francia, con su cabello rubio pálido que casi parecía blanco bajo la luz del atardecer, avanzó con elegancia. Sus ojos dorados, penetrantes y juzgadores, se posaron en su hijo. Sus labios, levemente pintados, formaron una línea delgada de desaprobación al ver el estado en que se encontraba Francia.

—Peinaste tu cabello tú mismo, ¿verdad? —preguntó el Reino de Francia sin preámbulos, sus ojos dorados fijos en el reflejo de su hijo en el espejo.

Francia asintió en silencio, sintiendo el peso de esa mirada. Su padre se acercó y tomó un cepillo de plata del tocador, comenzando a desenredar con firmeza y precisión cada mechón del cabello blanco de su hijo.

—Lo haces de cualquier manera, como todo lo demás —dijo con un tono desaprobador—. Si te dejara hacerlo solo, parecerías un desastre y humillarías a nuestra familia en el banquete de esta noche.

Francia cerró los ojos por un momento, conteniendo la respuesta que quería dar. El cepillado, aunque firme, tenía un ritmo casi hipnótico. Podía sentir la tensión en cada movimiento, pero también un extraño tipo de cuidado. Cada pasada del cepillo, cada delicado tirón, hablaba de una precisión adquirida a lo largo de los años, una precisión que solo su padre poseía. Sentía el tirón del cabello enredado, seguido del alivio cuando los nudos se deshacían bajo las hábiles manos del Reino de Francia. A pesar de las palabras ásperas, había algo meticuloso en la forma en que su padre arreglaba cada hebra de su cabello, como si en ese acto silencioso hubiera un lenguaje propio, un mensaje oculto de preocupación.

El roce del cepillo contra su cuero cabelludo era a veces doloroso, pero mayormente reconfortante, y con cada movimiento rítmico, Francia se sentía transportado a una época más simple, a recuerdos difusos de su infancia, cuando las noches no estaban llenas de deberes y expectativas, sino de momentos breves pero valiosos de intimidad. Aunque las palabras de su padre solían ser duras y críticas, el acto de peinarlo revelaba una capa más profunda de su relación, una en la que el Reino de Francia demostraba, aunque de manera reservada y casi involuntaria, un tipo de afecto que no se permitía mostrar de otra manera.