Cuando entré a la secundaria no estaba muy bien que digamos, tenía bastantes problemas conmigo misma. Les di una y mil indicaciones a mis papás de que no estaba bien, de que quería, necesitaba ayuda. Ayuda de un profesional, de alguien que supiera tratar conmigo, no la suya si eran sermones diciéndome que otras personas sufrían más que yo y que debía de orar a Dios para estar bien.
Todo comenzó un diciembre, lo recuerdo muy bien. Fue un cuatro de diciembre del dos mil veintiuno, días antes de mi cumpleaños número once.
La mayoría de mi familia estaba reunida en mi casa mientras asaban carne y veían la final del partido al que todos son aficionados, algo típico en Monterrey. Ese día me la pasé bien, fue normal hasta que llegó la hora en que el partido casi terminaba, mi papá sacó la bandera de nuestro equipo y la atrancó al asador de manera que todo aquel que pasara pudiera verla.
El miedo y los nervios se apoderaron de mí. Mi papá era alguien brusco, sí, pero sabía medirse, sin embargo, eso no fue suficiente para detener toda la ansiedad y el miedo que sentía.
Me senté en el desgastado sillón que habitaba mi sala mientras movía mis piernas y raspaba mis manos, viendo a mis tías salir y entrar con platos de comida, a mis tíos hablar y maldecir cuando los jugadores hacían algo mal, a mis primos más pequeños correr de aquí para allá o llorar por los brazos de su mamá y a los más grande estar igual de atentos en el partido de fútbol. Era la única que no estaba disfrutando ni un poquito ese momento.
Por fin, mi mamá se dio cuenta de mi presencia y se acercó a preguntarme que, si estaba bien, no pude formular las palabras correctamente y con los ojos llorosos sólo dije que me sentía algo nerviosa por el partido, no me creyó nada. Dijo que podía tomar algo de dinero de su cartera e ir a la tienda a comprar unas golosinas para luego agarrar su computador y encerrarme en el cuarto de mi abuelo a leer o ver algo en You Tube, le agradecí tanto en ese momento. Seguido de eso escuché cómo una tía le preguntaba por mí, mi mamá respondió que tenía miedo de que algo le pasará a mi papá por estar tomado.
Entró al cuarto y llorando le dije que ya no quería ver a mi papá tomando porque tenía miedo de que se peleará con alguien aficionado al equipo contrario y que algo malo le pasará, mi mamá me tranquilizó y me dijo que podíamos ir con mi papá a pedírselo. Cuando salimos y mi mamá le dijo a mi papá lo que pasaba él me abrazó y me dijo que jamás haría algo cómo eso porque era de cobardes y porque nos tenía a nosotras su esposa e hijas. Eso me tranquilizó bastante, pero el nudo en mi garganta persistía, el nervio corría por mis venas, no se iba.
Ya muy adentrada la noche, cuando todos se fueron de mi casa pude dormir en paz sin el miedo de que algo pasará.
Lástima que esa paz durará tan poco.