Fue en una de mis tantas paradas cuando conocí a Amanda, la propietaria de un pequeño hotel en las afueras de la capital del Inframundo, en Ciudad Fantasma.
Mi trabajo como mensajero me exigía viajar constantemente por todo el Inframundo y la paga era muy baja, por lo que mis ingresos no me permitían costear una noche en la capital.
El remoto hotel de Amanda se encontraba en los suburbios de Ciudad Fantasma. Estaba cerca del Muelle del Limbo y contaba con un bar que solía visitar seguido por la bella vista que ofrecía, la cual daba directamente al Lago de los Muertos. De noche, el lago solía iluminarse con el reflejo de las lámparas de aceite que guiaban a los barcos comerciantes y los grillos proporcionaban suaves melodías que acompañaban el tranquilo ambiente.
Una noche me encontraba en el bar tomando una copa de vino cuando Amanda entró al lugar. Tenía los brazos repletos de botellas y, aunque era tarde, seguía trabajando. Fue entonces cuando apoyó una botella en la barra, que su manga se subió levemente revelando su muñeca, y allí pude observar un tatuaje de tres simples líneas de unos tres centímetros de largo cada una. No pude evitar sorprenderme cuando lo vi, porque yo contaba con la misma marca y no conocía a muchos demonios que también hubieran renunciado a su humanidad.
Decidí acercarme y presentarme. Amanda era desconfiada al principio, pero cuando le enseñé mi tatuaje se relajó. Nos sentamos y conversamos. Luego de un rato tomé coraje y le pregunté cuándo había decidido renunciar a su alma, pero ella sólo sonrió y lo único que respondió fue: “Lo hice por mi hija”. Sentí una inmensa curiosidad ante aquellas palabras y en aquel momento me hubiera gustado indagar un poco más, pero no buscaba incomodarla y en cambio le respondí: “Yo por mi esposa”.
Tal vez fue debido al hecho de que ambos éramos demonios y el Inframundo no contaba con muchos como nosotros que, con el tiempo, Amanda y yo nos volvimos cercanos. Unos meses más tarde volví a pasar por el hotel y Amanda me presentó a Sulli, su hija. Sulli era una niña bellísima, con grandes ojos de venado y una sonrisa contagiosa. Recuerdo conversar con la niña de sobre variedad de temas. Me contó sobre la escuela, sus amigos y su profesora de ballet. Ella no recordaba nada de su vida pasada, pero aún así era feliz en el Inframundo y amaba profundamente a su madre.
Amanda trabajaba incansablemente para darle la mejor vida posible a su hija, y yo admiraba aquello en secreto.Muchas veces llegué a sentirme identificado con Amanda: amar puede ser extremadamente doloroso y hermoso a la vez. Los dos habíamos renunciado al mundo humano, a la vida que habíamos construido allí y a lo único que una persona no puede perder, su alma.
En aquellas épocas solía pensar mucho en mi vida pasada, todas las noches antes de dormir rememoraba mi juventud. Recordaba tener veintiún años cuando me casé. Era un joven enamoradizo y aventurero, me apasionaba viajar y hacer fotografías, pero lo que más amaba en el mundo era a mi esposa, Elisa. Cuando conocía a Elisa, ella estaba culminando la universidad. Fue en su graduación que asistí como ayudante de fotógrafo y la conocí. Ella había finalizado con el mejor promedio de su curso y por lo tanto debía dar el discurso de despedida. Su voz se oía clara y su figura se veía imponente mientras pronunciaba algunas palabras superficiales de despedida en el escenario. No pude despegar mis ojos de ella en ningún momento, y sentí un extraño sentimiento recorrer mi cuerpo, como si me hubiera enamorado a primera vista de aquella imagen.
Elisa era sumamente inteligente, estaba interesada en aprender cosas nuevas todo el tiempo y contaba con un corazón bondadoso. En aquellos años, cuando me quedaba mirándola por largos minutos y apreciaba su belleza, nunca hubiera imaginado que se encontraba atravesando un episodio depresivo. Sólo pude darme cuenta de aquello cuando encontré su cuerpo sin vida en nuestra cama.
Estaba devastado, ya no tenía ningún motivo para vivir, por lo que no dudé ni un segundo en vender mi alma y seguirla.
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vender un alma
General FictionLos dos habíamos renunciado al mundo humano, a la vida que habíamos construido allí y a lo único que una persona no puede perder, su alma.