--Recuerde que está noche le diré todo -- Dice tomándolo de la mano, como rogando que no se vaya, que no cruce por esa puerta.
--Lo sé, Tobi. Ya habrá tiempo para eso.
--Lo quiero.
El rubio no responde, más bien sonríe. Después de esto, camina, haci...
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La luz del pasillo iluminó el cuarto oscuro cuando la puerta fue abierta, como tantas veces lo había hecho. Pero esta vez, estaba vacío.
Camino, dejándose caer en la cama boca abajo, haciendo que rechinara. Ni si quiera se había molestado en encender la luz. Tras unos segundos escondido entre las sábanas, inmóvil como cadáver, giro a ver el cuarto. Está vacío.
Todo se siente tan irreal. Está en la cama, aún esperando. Recordando y esperando otra vez algún comentario respecto a su tétrico silencio e inherte cuerpo. Pero no escucha nada. Deidara no está en su mesa trabajando como siempre. No se levantará de su silla para sentarse junto a él y que él pueda acomodarse entre sus piernas.
Siente que su pecho arde y se aprieta. Sus ojos están secos y ante el sentimiento de no poder llorar, se muerde los labios hasta que algo de sangre escurre por ellos, pero es rápidamente regenerado, así que es inútil.
Su cabeza da vueltas, sintiendo que no puede dejar de pensar en todo y a la vez en nada. Sintiendo que una vez más le cuesta respirar, toma asiento en la orilla de la cama, pensando que es la opresión sobre su pecho qué hace la cama lo que le impide respirar. Pero al sentarse, esa opresión sigue ahí.
Puede sentir el aroma de él en el cuarto. Duele. Desearía poder acercarse a él, verlo trabajar y encimarse en sus hombros como solía.
La luz de la luna y del pasillo colandose por la ventana y la puerta respectivamente le permiten ver la habitación con más claridad. Todo está tal cual la había dejado la última vez que estuvo ahí, la última vez qué estuvo con vida.
El sentimiento de vacío arremolinandose en su estómago y las increíbles ganas de sentirlo cerca otra vez hacen que se levante de la cama solo para poder ver más de cerca todas las cosas que el rubio solía tener en su cuarto. Todos esos pequeños detalles que hacían que ese fuera su espacio. Todos esos detalles en los que él no se fijó nunca hasta ahora, consciente de que jamás volvería a ese lugar.
Después de una semana, por fin se había atrevido a entrar y solo era para una cosa. Quería memorizar cada detalle, quería inmortalizar todo lo que su pequeño artista había tenido y había sido antes de despedirlo como bien sabe él quería: Explotandolo todo.
Todo lo bello tiene que ser efímero.
Al llegar a la mesa de trabajo la encuentra sucia como siempre, el polvo aún no se ha acumulado en ella, pero hay rastros de la arcilla y herramientas esparcidas. El brillo rojo de sus ojos viaja por la oscuridad recorriendo cada detalle, cada mancha en la mesa.
De pronto, sus ojos topan con algo que Deidara nunca antes le había mostrado y la curiosidad se apodera de él. En una esquina de la mesa se encuentra un pequeño bulto. Hay algo envuelto en una tela blanca de satin, al tocarla resbala fácilmente por la superficie del objeto que envuelve, dejándolo a la vista.