La rosa 5

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—Querido pueblo, los he convocado hoy para darles una triste noticia. Los dragones nos han abandonado en el momento en que más los necesitamos —gritó el Rey desde el puente del castillo, donde los habitantes del reino habían sido convocados—. Hemos recibido una declaración de guerra de nuestros reinos vecinos, pero no teman, defenderemos con sangre y hierro nuestras fronteras.

Un gemido adolorido recorrió la multitud, muchos lloraron por haber perdido a sus sagrados protectores, otros crisparon los puños enojados por su traición. Sin embargo, nadie se atrevió a dudar de las palabras de su rey.

—Maldito mentiroso —murmuró Galem, ganándose algunas miradas de las personas que lo rodeaban. Se cruzó de brazos y sostuvo la mirada de Rubín, quien le guiñó el ojo. El mago estaba atado al reino y no podía contradecir las órdenes de quien portaba la corona, aunque fuese la misma encarnación del mal.

—¿Algo que añadir mago? —preguntó Rubín, haciendo que los soldados se pusieran en alerta.

—No, su alteza.

—No dejes que tu amistad con ellos te nuble el juicio, nos han abandonado y por tal, no merecen nuestra consideración. Tu deber es con los tuyos. —Rubín levantó la cabeza. La plata de la corona de cinco picos brilló bajo la luz de la luna—. Como soy un rey justo, quiero someter a votación la decisión de romper el tratado. Ustedes serán quienes decidan si le daremos una oportunidad por su servicio tras siglos de mutua colaboración. Pero les aviso que nada nos asegura que después de lo que nos han hecho apoyen a nuestros enemigos en nuestra destrucción.

El Rey fingió limpiarse una lágrima. Galem puso los ojos en blanco. ¿En serio nadie se daba cuenta de la farsa? Giró la cabeza sorprendido por tanto silencio, luego uno a uno fue levantando las manos. Un dolor se propagó por su pecho cuando solo quedó él con la mano abajo. No podía creer que después de siglos de veneración ahora pasarán a odiarlos solo por haberse negado a una guerra que Drakros había iniciado.

—Bien, eso cuenta como mayoría —sonrió el rey. Levantó una mano al cielo—. Desde este momento queda prohibida la entrada de los dragones al reino.

El pueblo se alzó en vítores.

—No obstante, no somos igual que ellos —continuó Rubín—. En consideración por nuestra vieja amistad les otorgaré la montaña Dragón como regalo.

Rubín hizo una seña con la mano y varios soldados se apresuraron a destapar un gran objeto frente a las puertas que parecía... Galem tragó en seco. «¿Una ballesta?» No cualquier ballesta, una de proporciones gigantes y con la punta de cuarzo afilada para atravesar escamas de dragón. Los murmullos se expandieron.

—El reino está protegido contra cualquier amenaza. No cederemos ante ningún enemigo.

Galem esperó a que estuvieran solos para hablar.

—No puedes hacer esto, Rubín —replicó—. Tus ancestros estarán decepcionados de ti.

—Rey Rubín —corrigió—. Y me importa una mierda lo que piensen esos esqueletos. Tuvieron la oportunidad de poner a trabajar a los dragones a nuestro favor, pero no, ellos solo querían jugar a los amiguitos.

—Romperás la paz.

—La paz es una ilusión. Te harán falta unos cuantos siglos más para entenderlo.

—Basta o tendré que detenerte.

—¿Y perder tu preciada magia? —bufó—. No lo hiciste por ella y quieres que te crea que la utilizarás contra mí.

Galem alzó su báculo, pero Rubín fue más rápido y con un certero golpe de su espada lo lanzo al suelo. Los guardias lo rodearon cuando intentó ir contra él con solo la fuerza de sus puños y lo hicieron caer al suelo.

—Estúpido mago, al menos podía haber utilizado tu magia hasta secarte. —Pateó su estómago, Galem se dobló de dolor. Un guardia le alzó la cabeza—. Nunca tuviste una oportunidad contra mí.

Galem sonrió, sus dientes estaban llenos de sangre.

—Espero estar el día que mueras —escupió.

El rey soltó una carcajada.

—Arrójenlo junto a su amigo, veremos cuanto tarda un dragón herido y hambriento en volver a sus instintos primitivos.

El eco de las carcajadas lo siguieron mientras era golpeado y arrastrado hacia las afueras del castillo. Galem no temió cuando lo lanzaron por un agujero profundo. Impactó contra el duro suelo lleno de huesos y desechos. El mago se sostuvo a las paredes tratando de ponerse en pie. Un rugido adolorido hizo estremecer la tierra. Galem se levantó a pesar del dolor, frente a él, dos ojos amarillos contrastaban con la oscuridad. Retrocedió hasta chocar con la pared.

—Antes de que me comas, debo avisarte que he venido a salvarte.

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Dreg, un dragón de dimensiones colosales y escamas azules, dio un paso al frente para encabezar a los cinco dragones reunidos en la entrada de la ciudad. Prisma contuvo el aliento cuando un cuerno se escuchó a lo lejos, rompiendo el silencio de la noche.

—No hay vuelta atrás —anunció Dreg.

Los dragones se rozaron los hombros unos a otros en señal de hermandad. A excepción de Dreg, ninguno de ellos había participado en una guerra antes y nunca imaginaron que el día en que su pacifica vida llegara a su fin sería para enfrentar a los humanos a los que sus ancestros le habían jurado lealtad. Todos rugieron al cielo nocturno cuando el cuerno sonó otra vez. La primera vez fue para alertar, la segunda, para anunciar invasión.

—Quemen el castillo y las armas, pero no maten a ningún humano —pidió Prisma.

Dreg le dio un empujón con su largo cuello, haciéndola retroceder.

—Yo doy las órdenes. No lo olvides.

Su tamaño era dos veces el suyo y cuatro veces el de cualquier humano, aun así, Prisma se atrevió a mostrarle los dientes.

—Por favor. Ellos no tienen la culpa de lo que ha hecho su rey.

—Tu amor por los humanos nos ha puesto en peligro —rugió. Prisma estaba consciente de que el líder la castigaría cuando todo acabara y así ella lo esperaba—. Solo les daremos una demostración de lo que podemos hacer, al parecer lo han olvidado.

—Sin matar a nadie —repitió Prisma, soltando humo por la nariz.

—Sin matar a nadie, a menos que se interpongan en nuestro camino —le aseguró Dreg. Miró a la ciudad. Habían pasado treinta minutos desde que la alarma sonó, tiempo suficiente para que los ciudadanos de Drakros buscaran refugio.

—Solo necesitamos una distracción para que Galem liberé a Vall.

—¿Confías en ese mago?

Prisma asintió.

—Descubre la forma de detener a Rubín.

La dragona levantó el vuelo sin mirar atrás. Cada uno tenía un papel que cumplir y no había tiempo que perder. Desde las alturas pudo divisar a los ejércitos que se dirigían a los límites del territorio, listos para invadir. Innumerables vidas se perderían para que Rubín realizara su sueño de dominar todo el continente. Prisma no sabía que había más allá de aquellos pueblos que había visto una vez con Vall o si en verdad existían otros reinos como Rubín le había mostrado en el mapa. Según sus ancestros, los dragones fuera de Drakros estaban extintos y los pocos que quedaban vivían aislados bajo sus propias reglas. Si lograba levantar la barrera que rodeaba Drakros, tanto dragones como humanos quedarían aislados para siempre del mundo exterior.

Herederos de sangre y hierro #PGP2024Donde viven las historias. Descúbrelo ahora