El último Maestro

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Prólogo: Viaje al hridaya

Experimenté la Verdad por primera vez un 30 de diciembre. Un año y medio atrás había terminado una relación amorosa, que había mantenido por una década con quien pensaba que era el amor de mi vida. Desde que rompimos, lo volvía a buscar una y otra vez porque seguía guardando la ilusión de volver a estar a su lado. Aquella tarde, solo en mi casa, mi intuición me dijo que le escribiera nuevamente una carta. Dudaba si enviarla, pero sentía que todo a mi alrededor y dentro de mí me decía: "¡Hazlo Manuel, hazlo!". Y así, siguiendo mi intuición, se la envié.

Su respuesta fue un rechazo, un rotundo no. Sentí entonces un profundo dolor en mi pecho, como si me hubieran arrancado mi corazón. Mis músculos dolían como si hubiera recibido una golpiza y mis lágrimas caían torrencialmente. Tumbado en mi sofá, sentí que lo perdía todo, incluida la posibilidad de volver a sentirme amado. Y es que la herida que me dolía en ese momento era una mucho más profunda y antigua que mi relación con él. Era una herida de sentirme abandonado y no amado desde mi infancia. «Si nadie me ama, ¿qué sentido tiene vivir?», pensaba y sufría.

Unos meses atrás había visto un documental llamado "Going home" de Ram Dass que dio un rayo de luz a mi vida. Ahora sabía que había algo más, la vida y mi existencia tenían un propósito que desconocía. Desde entonces inicié un proceso de búsqueda donde quería responder esas dudas. La meditación fue una parte fundamental de ese descubrimiento.

Aquél 30 de diciembre llevaba ya varios meses practicando la meditación, que se había vuelto un lugar seguro para mí. Siempre estaba disponible, porque estaba dentro de mí mismo. Tras la respuesta de mi ex pareja, seguía acostado en mi sofá cansado de sufrir, cuando nació en mí un deseo imperioso de ir a mi lugar seguro, de meditar. Me senté frente a mi altar, encendí una vela a mi Gurú y entré así en meditación.

Ocurrió en ese momento algo que nunca había experimentado. Tras cerrar los ojos, apareció la imagen de un Manuel que sollozaba desconsolado con su cabeza oculta entre sus rodillas. Yo, el que meditaba, había dejado de llorar y solamente lo observaba. Sentí mucho amor y compasión por él. En algún momento, Manuel elevó su carita, con sus ojos enrojecidos, y notó que estaba rodeado por un mar. Su expresión de asombro reveló que no sabía dónde estaba.

— Es amor. Toda el agua que ves a tu alrededor, es amor. Toda tu vida lo has buscado afuera, pero siempre ha estado aquí, adentro, esperándote. Es todo tuyo —le dije.

Sus ojos se iluminaron, aunque estaba aún absorto e incrédulo. Entonces hice llegar a su lado una pequeña barca de madera. Se subió en ella y desde allí contempló el océano del amor, infinito, extendiéndose más allá de donde alcanzaba su mirada. Aunque el agua se movía y surgían pequeñas olas aquí y allá, la paz y la armonía que emanaban del océano eran imperturbables.

El sol resplandecía sobre el mar dando la impresión de estar muy cerca a él. Manuel observaba minuciosamente sus manos, bañadas por la luz radiante del sol. Su piel destellaba con ella.

— El sol también es amor, y el viento también lo es. Siéntelo —añadí y comencé a soplar. Manuel cerró los ojos, complacido por la sensación del viento acariciando su cabello. Estaba extasiado en el amor.

La pequeña barca se fue acercando cada vez más a mí. Yo, el Observador, estaba sentado en la playa, en posición de loto. Mi cuerpo estaba petrificado, no era posible mover tan siquiera un milímetro de él. Era colosal, como un gigante.

Cuando la barca se atascó en la playa, Manuel se bajó y caminó hacia mí. Lucía diminuto como una hormiga. Se sentó sobre mis piernas a contemplar el atardecer. Y entonces volvió a llorar, pero esta vez de amor y gratitud. Nunca imaginó que un océano de amor llenara su corazón.

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