Celebración

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El agradable sabor del vino recorriendo su paladar lo distrajo del parloteo y ruido de la velada, mientras sonreía ante el comentario que hizo uno de los hijos de Lord Wylde sobre su prometedor reinado. Miró de soslayo el baile lento de las mujeres que mandó a traer para animar a su hermano, dándose cuenta que no estaban cumpliendo con su trabajo. Si al menos hubiesen cumplido con los requisitos que solicitó en la apariencia, Aemond estaría viendo al menos a una, y no parecería lamentarse de estar sentado a su lado. Dio otro trago a su copa. Pagaría menos por sus servicios, no estaban honrando de forma debida las grandes hazañas de su hermano por eliminar al enemigo.

—¿No piensas acercarte a ellas? —le susurró a Aemond apenas una de las doncellas volvió a rellenar su copa, aquella misma exagerada que lo acusó con su madre sobre las cosas divertidas que hicieron.

Miró otra vez a las bailarinas, no encontrando lo que quería. Que suertuda, puede que otra vez la llevara a su recamara para divertirse con ella, de espaldas, soltando sus cabellos rubios ayudaría a que su mente se encargará de recrear el resto.

—No encuentro gratificante nada de esto —acusó Aemond, apartando la mirada, cruzándose de brazos.

Aegon puso los ojos en blanco, renegando de lo mojigato que era su hermano. Siempre pensando en el deber, privandose de los placeres de la vida. Pues, ahora él era el rey, y así como lo forzó a volverse hombre en el pasado, lo ayudaría a comprender que tener a una mujer a tu lado, siempre era gratificante para el cuerpo.

—La próxima vez que mates a otro de sus bastardos, organizare un torneo en tu nombre. Por ahora resignate con esto —le dio otro trago a su copa —. Sabiendo que te pondrías así, hubiese hecho traer a tu favorita —y como si ese comentario activara algo en su hermano, se puso de pie y abandonó el salón, generando habladurías.

Contuvo la risa tras la copa. No entendía los gustos de su hermano, pero respetaba que le gustaran mayores. Él también tenía cierto gusto por una. La única mujer que por desgracia del destino, nunca podría hacer suya. A menos que…

Toda idea que estuviera pasando por su mente, se esfumó apenas la vio ingresar a ella: pálida y de cabellos rubios, con una belleza que sólo podía interpretarse traída de Lys. Vistiendo algo muy parecido a la seda, dejando ver sus piernas a través de los cortes de la larga falda. Por el abanico rosa que traía para ella y sus compañeras, pudo suponer que se uniría al resto de bailarinas. Siendo su único punto de interés, ya que ella sí contaba con las características que pidió a la meretrix: mujeres con la belleza de Valyria. Sabía que sería difícil cumplir, pero esa muchacha poseía todo lo deseado. Tanto, que si se la veía de perfil e ignorabas el color de sus ojos, podía jurar que se parecía a ella. Rhaenyra. La única mujer que nunca poseería y deseaba tanto. La única que lo había tenido desvistiéndola con la mirada en todo ese chiste de reclamo por las tierras de Driftmark. La que hizo que se le pusiera dura al ver sus gestos ante lo que Vaemond decía.

Bendito y trágico destino, no debieron nacer con muchos años de diferencia. Si tan solo hubiese sido el hijo mayor de Viserys, ella ahora sería su esposa. ¿Por qué su madre no lo casó con Rhaenyra? ¿Por qué entre todas tuvo que ser Helaena? Vació la copa de un trago y llamó con la mano a aquella belleza. Lo único parecido a lo que tendría de su hermana.

—¿Cuál es tu nombre, preciosa? —ensanchó su sonrisa, tratando de imaginar que el tamaño de sus pechos eran idénticos a los que ocultaba Rhaenyra bajo el vestido.

—Lexia, su majestad —dijo tímida, haciendo una reverencia.

—¿Cuánto tiempo llevas trabajando para la Madre, Lexia?

—El tiempo suficiente para decir que soy buena en mi trabajo, majestad.

—¿En serio? —se dejó caer en el respaldo de la silla, imaginando que era Rhaenyra quien lo decía y no esa prostituta. Dándole sentido a todas las cosas malas que su madre solía susurrar de su hermana —. Si fuéramos a un lugar más privado, me lo mostrarías.

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