Capítulo 1: Nacimiento

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En los confines de Áurea donde la podredumbre ha conquistado todo a su nombre, un pueblo minero prevalece trabajando día y noche. Chimeneas de adoquín ardiendo se alzan delgadas entre las sinuosas montañas que les rodean y desaparecen en el grueso manto de humo negro que ellas mismas crean, sempiterno e inexpugnable desde tiempos inmemoriales, que incluso los más longevos han olvidado cómo luce en verdad el cielo. Acostumbrado estaba dicho pueblo a sus carencias y falta de alimento, que no renegaron nunca al violento trato con el que eran manejados por su regente revestido en escamas de contornos dorados. Antes fue el padre de aquel Kommo-o, y previo a este fue su abuelo quién ocupó el trono-o. Ahora le correspondía a él seguir con el ancestral legado inculcado por los Santos Laureanos. Aunque lo hizo siempre todo a su nombre, y abandonó la endeble misericordia con la que gobernaron en mandatos anteriores. Crecer atestiguando la decadencia en su más pura esencia, y sin que su padre pudiera hacer algo por revertir su avance, provocó en el actual líder un rechazo máximo hacia los de su propia sangre y, tan pronto como llegó al poder, se deshizo del noble título otorgado hacia su familia por el Rey en la lejana capital, dando inicio así a la oscura era del temido Kommo-odoro «Vinogrís» Longinos.

Con sus escamas repletas en toda clase de joyas obtenidas del subsuelo, su nombre fue dado por los mismos esclavos a quienes se las arrebató, quienes nunca habían visto su pálida piel sin estar cubierta en un goteante carmesí. Sanguinario y despiadado, culpaba a los mineros de todas las desgracias que acontecieron en el pueblo. Cuando todavía era un Hakamo-o ya había matado a unos cuantos de ellos y fue reprendido por su padre en el momento, pero ahora que su progenitor estaba muerto, y solo él llevaba la batuta del lugar, promulgó una ley que entró en vigor de inmediato para asesinar sin más. Primero acabó con quienes se interpusieron en su camino, pero pronto ascendió a los holgazanes y después a los que hayan tenido la desdicha de cruzar miradas con él. Luego... dejó de asesinar. Lo había hecho tanto que ya le cansaba el mero hecho de pensar en ello; así que, tan pronto como evolucionó en Kommo-o, empezó a torturar. Con todo lo aprendido de sus crímenes previos sabía bien cuando dejar de presionar a sus víctimas. Cesaba sus ataques justo antes del golpe de gracia, de que la asfixia fuera completada, de lacerar un órgano importante... y los devolvía a sus casas para hacerlos participes de un suplicio todavía más retorcido.

«Cada noche, de ahora en adelante, la muerte rondará entre sus hogares —rezaba un cartel a la entrada de la mina principal—. Quien reúna menos carbón al final de la jornada verá no su vida acabada, sino la de sus seres queridos y toda su familia».

El pueblo sometido, con parches y vendas donde antes debía haber una extremidad, no pudo hacer más que aceptar el edicto con resignación. Escapar no era posible para ellos siendo que creían aquel sitio resguardado entre infranqueables montañas negras era el último bastión del mundo. Fuera de ahí no había más que muerte y putrefacción, o al menos así es como les habían adoctrinado a pensar desde la cuna. Habían pasado sus vidas orando con fervor por una indulgencia divina que jamás llegaría en lugar de ocuparse por luchar cuando todavía podían. Y años más tarde, cuando finalmente se dieron cuenta de que aquello no eran más que viles mentiras, ya era muy tarde para que pudieran sublevarse. Entre irrisorias reservas de energía y cuerpos fracturados, la legión de Vinogrís no tuvo problema alguno para hacerlos sucumbir sobre la tierra.

La región entera se volvió un cementerio para el rojizo crepúsculo del mismo día en que se desató la batalla, con miles de cuerpos atados y crucificados. A ningún hombre lo complació con la muerte; en su lugar tomó de premio a sus hijas, hermanas, madres, amantes y vecinas. Hombres colgados y mutilados debieron entonces contemplar impotentes el acto más infame y ruin que el comodoro pudo hacer jamás hacia su gente. Ni siquiera los agónicos gritos de las hembras entre sus pies lograron opacar la sardónica risa del dragón complacido en sus fechorías. Apenas se separaba de ellas con violencia, atravesaba sus cuellos sin miramientos. De una en una las fue aniquilando con métodos cada vez más profanos. Hasta que fue el turno de caer en sus manos a una Houndoom que lucía para nada intimidada.

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⏰ Última actualización: Aug 31 ⏰

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La escala de VinogrísDonde viven las historias. Descúbrelo ahora