La última vez que nuestro diminuto piso de Madrid había estado tan abarrotado de cajas fue cuando Rosalya y yo nos mudamos, dos años atrás. Recuerdo la incertidumbre, los miedos y nervios que sentimos entrando por aquella puerta, dadas de la mano, sintiendo que cumplíamos un sueño. ¿Quién lo hubiera dicho? Después de tantos años fantaseando con ello por los pasillos del instituto, planeando como íbamos a decorar nuestro pisito y, como no, discutiendo porque no conseguíamos ponernos de acuerdo con los colores de la pared.
Estuvimos años ahorrando para la ocasión como dos pequeñas hormiguitas, con nuestro sueldo de becarias, y por fin, dos años después de terminar el master, pudimos permitirnos empezar a buscar. ¿Quién nos hubiese dicho que la parte difícil era esa, y no la de ahorrar? La búsqueda de piso en Madrid resultó ser una lucha encarnizada por la supremacía del más fuerte y rápido. Precios desorbitados para pisos del tamaño de un armario, exigencias de pagos casi imposibles, con hasta cuatro meses por adelantado, y una competencia feroz entre cientos de jóvenes con sueldos precarios en la misma situación que nosotras dos.
Pronto, nuestro sueño de una casita con jardín, estudio y ¿por qué no? una piscina, se fue encogiendo poco a poco hasta tomar la forma del diminuto piso para dos con lo básico para sobrevivir en el que terminamos viviendo. Y aún así, tuvimos que dar las gracias al cielo por que, al menos, no estaba en las afueras de la ciudad y se permitiesen mascotas.
Paseo la mirada por el pequeño salón, ahora práticamente vacío que tanta ilusión nos hizo decorar. Independizarnos juntas, buscar un piso y vivir en él se había sentido una pequeña aventura, como una fiesta pijama que se ha alargado indefinidamente en el tiempo. No puedo evitar recordar las tardes de mascarillas, los jueves de tacos o las largas noches de maratones de películas de terror que ella odiaba y a mi me encantaban. Creo que, dar este paso con ella había evitado que me sintiese como la persona adulta que, en teoría ya soy. Me había permitido seguir sintiéndome una niña durante unos cuantos años más, alargando ese final mucho más de lo esperado. Supongo que por eso el golpe es tan duro ahora: no solo dejo ir a mi mejor amiga, con ella se marchan los últimos resquejos de mi infancia. Por supuesto, preferiría morir antes que dejárselo saber, sería de ser una amiga espantosa. Pero es que, joder, que difícil es dejar ir a la que consideras tu alma gemela, y entregársela a quien, a partir de ahora, cuidará de ella.
Las cosas estaban bien, estaban más que bien de hecho. Tras dos años viviendo en el piso, habíamos terminado adaptándonos a esa nueva normalidad como compañeras de vida. Yo llegaba a casa antes que ella y preparaba la comida, y ella, al llegar, fingía que le encantaba, a pesar de que ambas sabemos que no se me da nada bien cocinar. Luego veíamos un capitulo de la serie que estuviésemos viendo en ese momento, compartiendo el sofá diminuto que se encuentra en el centro de la sala de estar. Y, casi siempre, Rosa se quedaba dormida, y yo trataba de memorizar cada detalle de la trama para contárselo cuando despertase, luego me reía de ella por, una vez más, quedarse dormida, y ella fingía que le molestaba, aunque las dos sabíamos que no era verdad. Por las tardes ella iba al gimnasio y yo trabajaba en mi portfolio para poder conseguir por fin, un trabajo que no fuera estar detrás de la barra de un bar. Por las noches, nos volvíamos a juntar, en ese mismo sofá, y poníamos algún capítulo de cualquier reality absurdo para ahogarnos de la risa mientras los vecinos de al lado daban golpes en la pared para que cerrásemos el pico. Mi parte favorita, sin duda, era por la noche, cuando nos hacíamos la skin care (la suya con cientos de pasos, y la mía con tres), nos dábamos las buenas noches, y nos despedíamos sabiendo que seríamos lo primero que viésemos a la mañana siguiente.
Rosa tiene el mismo novio desde que la conocí, hace ya doce años cuando me cambié a su instituto. Y es sin duda, el tío más encantador que he conocido en mi vida, posiblemente por eso me de tanta rabia. Leight se llama. La quiere con locura (casi) tanto como yo, y cuando quedamos los tres juntos para cenar (él cocina y nosotras miramos) me sorprendo a menudo cruzando miradas cómplices con él cuando Rosa dice o hace algo típico de ella. Como si los dos sintiésemos a la vez ese cariño desgarrador trepando por nuestras tripas cada vez que ella ríe, bromea o habla de sus pasiones. Como si ambos supiésemos que es nuestro alma gemela y, en un acuerdo silencioso, la compartiésemos en una tregua que parece, no tendrá final nunca.