La Nada que Queda

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Está vez estaba seguro, el salvapantallas golpearía la esquina del monitor. Había estado un rato observando los múltiples rebotes del logotipo de la computadora de un lado a otro, a veces parecía que iba a la esquina, pero daba dos pequeños rebotes en los laterales y la trayectoria no era perfecta, tenía que volver a esperar a que el destino apuntara mejor y me diera esa fuerte pero fugaz liberación de dopamina al hacer un rebote diagonal perfecto. Había pasado tanto tiempo viendo los mismos datos en la pantalla, analizándolos una y otra vez, dando tantas vueltas, que el salvapantallas se había activado y estaba ahí embobado mirando un patrón repetitivo y predecible, que para mí pobre y cansado cerebro parecía aleatorio. Al rato desperté del trance en el cual el salvapantallas me había metido, al mirar hacia mi alrededor noté que el equipo se había ido, estaba solo en un iluminado laboratorio lleno de computadoras y aparatos de medición. El reloj en la pared y mi dolor de espalda marcaban las 3 de la mañana, pero para mí cerebro el tiempo parecía algo absurdo en ese momento. Mire mi teléfono para consultar la hora, no es que no supiera leerla con las agujas, sino que ya no podia pensar, y el mirar el teléfono es un acto reflejo, casi instintivo. Estaba sin batería y lo único que me mostro fue el reflejo de un científico despeinado y decrepito de tantas horas de escribir informes y analizar datos. Yo era joven, al menos joven como para tener un doctorado, pero cuando estaba en el laboratorio parecía que se me venían 10 años encima al terminar la jornada.

- Definitivamente necesito afeitarme, ¿Debería ir a el barbero o hacerlo yo mismo? - Divagaba mientras volvía al mundo real.

Esta investigación era absurdamente especial, me emocionaba enormemente estar a cargo del equipo de estudio del "Aconcagua-1". Una máquina encontrada en lo profundo de la montaña que le daba nombre, con un origen que presumíamos espacial. Era la oportunidad de mi vida, un secreto que aún no había salido a la luz pública. Estaba tan comprometido que me prometí dar todo de mí, sin reservas. Sin embargo, por más entusiasmo que tuviera, las horas ininterrumpidas frente a la pantalla empezaban a pasar factura. Cada descubrimiento, cada dato nuevo traía consigo montones de informes interminables. La realidad es que, por cada hora que dedicábamos a estudiar la máquina, me pasaba el resto del tiempo redactando y analizando.

El cansancio me envolvía lentamente, como un veneno invisible. Ya no era solo mi espalda la que sufría: mi mente también comenzaba a flaquear. El tiempo había perdido sentido. Me di cuenta de que era momento de parar. Descansar era lo único sensato, aunque fuera por unas horas. Al fin y al cabo, la ciencia no era siempre emocionante; a menudo era una tarea tediosa y agotadora. Solo que esta vez, el objeto de estudio era algo único, algo que podría cambiarlo todo... si es que lograba sobrevivir a esta interminable fatiga.

Me levanté de la silla para estirar las piernas. Mi espalda crujió de una forma que me hizo pensar en los viejos de las películas, esos que siempre se quejan del dolor. "Soy demasiado joven para esto", me dije, aunque esa juventud se sentía cada vez más lejana. Di un par de pasos, intentando aliviar la tensión que me abrazaba los músculos. Los monitores a mi alrededor parpadeaban, y el zumbido de los ventiladores llenaba el laboratorio. Pero más allá de los sonidos mecánicos, lo que más me molestaba eran las luces. Esa luz blanca, intensa, perfecta en su frialdad, que parecía atravesar mis ojos y rebotar en mi cerebro.

Caminé por el pasillo que llevaba a la sala de la máquina, con los tubos fluorescentes del techo titilando ocasionalmente, como si incluso la electricidad estuviera demasiado cansada para funcionar bien a estas horas. Las paredes del laboratorio eran de un blanco impecable, brillantes, casi ofensivas para la vista. Cada rincón estaba bañado en esa luz pura, sin sombra alguna. Me encandilaba, como si intentara esconder algo, algo que no podía ver a plena luz.

Pero sabía lo que venía. Mi mente ya estaba en la sala de la máquina, en la peculiar forma que dominaba ese espacio. Siempre había algo magnético en su presencia. Incluso en medio de todo el cansancio, la máquina parecía llamarme, como un faro en la niebla. Me imaginé a mí mismo sentado ahí, con el casco bajando lentamente sobre mi cabeza. Una corazonada, les había dicho a mis colegas. Algo que no podía explicar, pero que sentía profundamente en mis entrañas. Realmente no sabía cómo esa idea había llegado a mi mente, pero estaba profundamente convencido de ello.

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⏰ Última actualización: Oct 31 ⏰

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