CAPÍTULO DOCE

5K 400 90
                                    

Simon Romanov

Detente.
Detente.
Detente. Ahora.
Fue lo que pensé cuando sentía que estaba a punto de perder el control.
Tenía a Leyla apretada a mi cuerpo, presionándose contra mí. Dios.
No puedo olvidar ese pequeño sonido que soltó sin querer.

Pero sigue ebria.

—Puedo pensar con claridad...—suplicó cuando tomé distancia. Incitándome a seguir.

Aún así, no iba a pasarme sabiendo que no estaba en sus cinco sentidos. Por lo que decidí llevarla a casa en mi auto. Le dije a mi jefe que tenía un imprevisto y pude salir antes del trabajo.

Para ser sincero, las amigas de Leyla me importan poco, así que, después de que Leyla se asegurara que estaban bien, aceptó venir conmigo.

He optado por llevarla a comer. Conozco un lugar cerca del pueblo y, a lo que pude observar en el club, no consumió más que alcohol. Necesito que se le pase hasta que no haya rastro alguno para evitarle problemas.
Al principio quiso negarse y ya es bien sabido lo terca que es.

Busco dónde estacionar cuando veo la fachada de Butcher's. Vine una vez con Alexei, y definitivamente es increíble.
Con su fachada blanca con detalles gris oscuro, seguida de una lluvia de luces cálidas que caen en la entrada y flores que decoran las esquinas del edificio.

Ayudo a Leyla a bajar del auto y nos adentramos. Ella mira cada detalle alucinada, y sus ojos brillan a medida que avanzamos.

—Oh, podemos sentarnos allí—señala una mesa libre en el balcón. Tiene vista hacia la playa.

Hacia el mar.
Trago con dificultad y asiento.
Ella avanza con entusiasmo; cuando se sienta, no deja de mirar el paisaje.

Yo evito verlo lo más posible.
No recordaba que estas mesas daban esa vista, y de noche se veía terriblemente agobiante.

—Es precioso...—musita encantada y me mira.
Entonces un joven de lentes se acerca a la mesa dejando la carta. Le doy las gracias y él se va cuando digo que lo llamaré al estar listos para ordenar. Leyla ojea una y otra vez y me doy cuenta de que es bastante indecisa.

—Pide lo que quieras, yo pago.

Al final, ordena lo mismo que yo: un filete de salmón al horno con verduras.

Mientras esperamos, ella no despega la vista del mar, fascinada.

—¿Te gusta el mar?—pregunto una vez me aclaro la garganta.

Ella presta atención y sonríe.

—Nunca lo había visto más allá de fotos. Es precioso—noto el hoyuelo que se le forma en la comisura izquierda del labio cuando hace ese gesto.

Es preciosa.

—Simon...—continúa antes de que yo responda—Háblame de ti.

—¿De mí?—inquiero con desconcierto—Pensé que no me soportabas—una sonrisa tira de mis labios y de inmediato sus mejillas se encienden.

Está recordando el beso. No la culpo, yo tampoco puedo olvidarlo.

—¿Qué quieres saber de mí?

—¿Puedo hacer preguntas?—sugiere emocionada.

—Todas las que quieras, Leyla.

—Sabes que me gusta tocar el piano—asiento—. Pero entonces... ¿a ti qué te gusta? Me refiero a algo que realmente ames desde lo más profundo.

Su tono calmado me hace entender que busca una conversación cómoda, sin tensión y tranquila.

Suspiro y respondo:

—Me gusta dibujar—su gesto de sorpresa me indica que quiere que continúe—. No cualquier cosa, verás, de niño solía hacer historietas. Creaba los dibujos y las historias.

—¿Eso quiere decir que también escribes?—su emoción es palpable. Nunca le he contado a nadie más porque siempre lo he considerado demasiado infantil.
A decir verdad, cuando estaba en la escuela, dibujaba y escribía historias en las que deseaba meterme para escapar de los malos ratos que vivía a diario por el acoso de mis compañeros.

No quiero recordarlo ahora.
Han pasado años. No debería afectar.

—Sí—continúo—. No es la gran cosa, de verdad.

—Pero has dicho que te gustaba, seguro que eras bueno... ¿puedo saber qué tipo de historias escribías?—indaga, dando un sorbo al vaso de agua que le ha traído el mesero hace un rato.

Fingo estar pensando y luego respondo:

—Una vez escribí una, algo así de un romance prohibido entre un ex miembro militar y una chica religiosa. ¿Te suena?—sus ojos se abren con resignación y me lanza un golpecito en el hombro.

—¡Oye!—me fulmina con la mirada. Se me escapa una carcajada ante tal reacción.

—Solo digo. Tú preguntaste.

Seguimos platicando porque insiste hasta que empiezo a contarle un poco más de ese infantil hobby que a veces sigo usando.

—¿Algún día podré verte dibujar?—pregunta. Asiento haciéndole saber que sí.

No sé cuándo, pero sí.

La comida llega a nuestra mesa y la observo comer. Lo hace con cautela pero sigue charlando. Tal parece que esos tragos la dejaron con muchas ganas de socializar.
Y, para ser sincero, podría escucharla por horas. Hablando de lo que sea, no me importa.

Me gusta escucharla hablar.
Aunque evita cualquier tema familiar y la religión debido a todo.

Regresamos al auto después de cenar. El alcohol se le ha bajado bastante y parece más tranquila.

—¿Qué significa?—la suave tonalidad de su voz me hace girarme a ella un momento, cuando rompe el silencio después de un rato. Uno de sus dedos roza el tatuaje de mi brazo libre: una serpiente enroscada, difuminada con negro y detalles alrededor.

Mi favorito.

—¿Te gusta?—ella asiente—Tentación. Las serpientes representan la tentación. Deberías saberlo.

—Tengo la teoría de que estás tonteándome—frunce el ceño.

Sonrío con diversión.

—¿Y qué más pensabas que significaba? No puedes esperar demasiado de un ex-militar promiscuo.

En lugar de enojarse, se ríe ante mi comentario.

—Ya veo...

El resto del camino, el silencio apaña el auto. Ella apoya la cabeza en la ventana y trato de ir con cuidado para no tropezar con algún bache cuando me percato de que se ha dormido.

No dura mucho porque pronto llegamos a casa, la despierto y la dejo a una distancia discreta para que no la atrapen. Ella entra con cautela y yo vuelvo a casa.

Por cierto.
Creo que aún no se ha percatado de que su diario no está con ella.

Forgive MeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora