La soledad.

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El timbre de la escuela resonó en los pasillos como un grito de liberación para la mayoría de los estudiantes, pero para Seo Minji, solo marcaba el comienzo de otro tramo de una interminable jornada de tormento silencioso. Mientras los demás salían del aula con prisa, ella se tomó un momento para exhalar profundamente, como si intentara expulsar la ansiedad que se le aferraba al pecho. Con movimientos precisos y medidos, comenzó a recoger sus libros, apilándolos con meticulosa exactitud antes de guardarlos en su mochila. Cada acción, desde el cuidadoso desliz de un cuaderno hasta el crujido sutil de la cremallera, estaba impregnada de un perfeccionismo que revelaba su necesidad desesperada de orden en un mundo que, para ella, era caótico e implacable. El uniforme de Minji, planchado con una exactitud que rozaba lo obsesivo, era un reflejo de su dedicación y disciplina. Cada pliegue perfectamente alineado, cada botón pulido al brillo, pero era una dedicación que, a los ojos de la sociedad, nunca podría compensar lo que ellos consideraban su mayor defecto: su apariencia. Era como si su esfuerzo se desvaneciera ante la mirada superficial de quienes la rodeaban, dejándola desnuda frente a un juicio implacable y cruel.

Al salir del aula, los murmullos y risas de sus compañeros comenzaron a resonar con mayor intensidad, rebotando en las paredes como ecos crueles dirigidos exclusivamente a ella. Minji poseía una capacidad innata para captar incluso los susurros más sutiles, y aunque su rostro permanecía impasible, cada comentario parecía filtrarse en su conciencia, enredándose en sus pensamientos como una sustancia corrosiva. Aunque fingía no escuchar, cada palabra la hería profundamente, y cada risa la despojaba un poco más de la seguridad que había intentado construir. Era como si el mundo entero estuviera en su contra, dejándola sola en su dolor.

"¿Viste cómo Minji se quedó con todos los premios otra vez? Dios, qué insoportable..."

"Seguramente se los dieron porque su abuelo donó una fortuna a la escuela otra vez. Dicen que es para mejorar la biblioteca. Es una presumida."

"Sí, pero ¿de qué le sirve? Nadie quiere salir con ella. ¿Has visto cómo se viste? Es como si no le importara..."

"¿Piensa que la escuela es un convento? Es ridícula, mira hasta dónde trae la falda. Debería usar mejor un hábito de monja."

"Más bien, no tiene gracia. Pobrecita, debe ser difícil ser tan... invisible."

Cada palabra se clavaba en ella con la precisión de una aguja, y cada risa burlona la hacía sentirse más pequeña. Minji había aprendido a ocultar su dolor tras una fachada de indiferencia. Mantenía la cabeza erguida, los ojos enfocados en lo que tenía delante, pero por dentro, cada comentario contribuía a una espiral de dudas que la arrastraba hacia la desesperación.

Al llegar a su casillero, Minji encontró una nueva burla esperándola. Una nota, doblada descuidadamente, estaba atascada en la rendija. La encontró entre los libros y la sacó con dedos temblorosos. "Para la ratoncita de biblioteca," decía el encabezado, seguido de un dibujo grotesco de una caricatura de Minji, con enormes lentes y una sonrisa boba. Ella arrugó la nota con firmeza antes de meterla en su mochila, intentando no darles la satisfacción de verla afectada. Sin embargo, en su interior, era cada vez más difícil ignorar el eco de esas palabras crueles que resonaban en su mente.

—¿Qué dice ahora? —preguntó una joven que estaba junto al casillero de Minji. Era Lee Hyeyoon, con su sonrisa brillante y su cabello ondulado, siempre impecable como si acabara de salir del salón de belleza.

—No dice nada —respondió Minji, tratando de mantener la calma, aunque su corazón se estrujaba con cada palabra.

Hyeyoon arqueó una ceja, cerró su casillero con un gesto que denotaba exasperación y se volvió hacia Minji con una mirada de reproche.

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