1. Contrarreloj

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El despertador sonó a las cinco y media exactamente, tal y como él lo había programado. Se levantó apresurado, lo que provocó que se chocara contra el marco de la puerta de la habitación. Todavía medio adormecido, consiguió apagar el intenso pitido que provenía de su móvil. Solía dejarlo en la cómoda que había junto a la puerta de su cuarto, porque si lo dejaba en su mesita, lo apagaba sin darse cuenta y seguía durmiendo hasta que su cuerpo le decía basta. Cuando el ruido cesó, se estiró un poco, en un vano intento de despejarse, pero sabía que no lo conseguiría hasta que no se lavase un poco la cara. Se dirigió al baño que había al final del pasillo, para no hacer ruido en el de la habitación y apretó los ojos con fuerza al encender la luz. Abrió el grifo un poco a tientas y se echó agua fría en la cara frotando con insistencia, para despejarse lo máximo posible. Cerró el grifo y se quedó mirando su cara en el espejo, mientras que unas cuantas gotas de agua se deslizaban por su cara y su corta barba. Se miró fijamente a sí mismo, acto que ya había tomado como rutina sin razón alguna cada vez que se lavaba la cara. No había un sentimiento concreto que tuviese al hacerlo, a veces sentía orgullo, a veces asco, otras veces sentía desesperación... Siempre variaba según el momento.

Se secó con la toalla de color rojo que había junto al lavabo, dejándola de nuevo en su sitio al acabar. A esas horas no solía tener ganas de orinar, pero se sentó igualmente por si acaso luego le entraban y le daba pereza volver al baño. Su mujer le había acostumbrado a hacerlo sentado, para no salpicar la taza y a él no le importó, es más, le pareció más higiénico. Se limpió y salió del baño tras tirar de la cadena. Se asomó a la habitación, comprobando que su mujer seguía dormida. Sonrió un poco y cerró para no despertarla en caso de que hiciese algo de ruido. Bajó las escaleras hasta el comedor y encendió una luz tenue al llegar. Fue a la concina a prepararse un café y, mientras tanto, se apoyó en la encimera de la cocina, alumbrado por la suave luz que daba la campana extractora. Miró pasmado la cafetera mientras que el agua empezaba a hervir. Se quedó ahí, pensativo, mientras que la cafetera comenzaba a hacer su característico sonido. Se había dado como máximo de tiempo de descanso lo que tardara el café en acabarse, pero cuando lo apartó del fuego y se lo sirvió solo en una taza, le pareció poco. Salió al porche, mirando las luces de la ciudad que aún no había comenzado a despertar. Dio varios sorbos a su café mientras que observaba su vecindario que aún disfrutaba de un plácido sueño. Pensó en que nada le impedía volver a la cama, junto a su mujer, y dormir hasta las ocho, o incluso las nueve, si le apetecía. Pero sabía que no debía hacerlo, y que estaba alargando lo inevitable de manera inútil. Volvió a entrar en casa, dejó el café en la mesa del comedor, sacó su portátil y lo dejó junto a la humeante taza. Lo encendió y esperó de pie a que cargase. Era el momento que más quería que durara y que menos tardaba. De vez en cuando fantaseaba con que se le estropeara justo en ese momento y no se volviese a encender, o que se chocaba sin querer contra su taza y se le derramaba el café sobre el portátil y comenzaba a salir humo de este mientras que la pantalla parpadeaba hasta apagarse y él lo observaba todo con una sonrisa de medio lado mientras que pensaba en cómo se lo diría a su mujer y en cómo perderían el resto del día yendo a comprar uno nuevo, alargando así aún más el momento de ponerse a escribir.

Nada de todo lo que él tenía pensado sucedió aquella mañana. El portátil se inició con normalidad en tan solo unos minutos y a él le había llegado el momento de ponerse a trabajar.

Hacía menos de un año que había publicado su primer libro, y este se había hecho un superventas en pocas semanas. Su editor dijo que era el mayor éxito que había visto en mucho tiempo, y le auguró un futuro prometedor si seguía por ese camino. Él estaba convencido de que sería así, y firmó un contrato con la editorial por tres libros más para los próximos tres años. Debía escribir un libro anual, lo que no debería de ser un problema, ya que el anterior lo había escrito en mes y medio. Tenía que trabajar durante un mes y medio, hacer luego las giras correspondientes y las firmas, y el resto del año a disfrutar y descansar. Pero, su fecha límite para el siguiente libro ya había expirado y él seguía con la primera página en blanco. Le tuvo que pedir una pequeña prórroga a su editor, quien no estaba seguro al principio de poder concedérsela. Le dijo que seguro que todo estaba bien lo tuviese como lo tuviese, que ya arreglarían después lo que fuese necesario, pero él insistió en que necesitaba esa prórroga y que, si se la concedía, tendría entre sus manos un éxito aún mayor que el anterior. De modo que, después de reír de euforia tras estas últimas palabras, su editor aceptó y le colgó el teléfono más feliz que nadie, sin saber que su escritor estrella tenía un bloqueo como nunca antes visto.

La casa junto al ríoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora