CAPÍTULO ÚNICO: 7 MINUTOS EN MI PARAÍSO

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Kate Marsh, la chica de principios firmes y creencias arraigadas, se encontraba en una situación completamente ajena a su zona de confort. Aquella mañana, mientras revisaba su casillero en la Academia Blackwell, encontró una invitación inesperada. No era la única; otros compañeros de clase también recibieron la misma misteriosa invitación.

"Fiesta de confraternidad", rezaba el mensaje en letras doradas y brillantes.

El remitente era un enigma, y Kate dudó seriamente en asistir. Quizá habría sido mejor quedarse en su habitación, aislada y cómoda, con la compañía de su fiel conejito. Sin embargo, al enterarse de que Max Caulfield también planeaba ir, decidió darle una oportunidad a la fiesta. Después de todo, Max siempre tenía una forma de hacerla sentir segura, incluso en los ambientes más caóticos.

Y así fue como terminó en aquel lugar, pegada a una pared como si fuera parte de la decoración. Sostenía con fuerza un vaso de ponche sin alcohol, mirando nerviosa a su alrededor. El salón era sorprendentemente amplio para lo que había imaginado, con un bar improvisado donde fluían las bebidas y una mesa colmada de bocaditos y más ponche para los que querían evitar el alcohol.

La música resonaba en un volumen controlado, lo suficiente para mantener la conversación fluyendo sin esfuerzo. Grupos de estudiantes charlaban y reían, incluso Victoria Chase, la reina abeja de Blackwell, parecía socializar con personas fuera de su círculo habitual.

—Hey, Marsh —una voz conocida la sacó de su trance.

Kate se estremeció y miró de reojo. Era Nathan Prescott, uno de los chicos que más la acosaban en la escuela. Rico, arrogante y miembro destacado del infame club Vortex, Nathan siempre la hacía sentir diminuta con sus comentarios sarcásticos y sus miradas desdeñosas.

—No pongas esa cara… —dijo él, esbozando una sonrisa torcida—. No soy tan idiota como para fastidiarte en una fiesta de confraternidad. También tengo límites.

Kate apenas podía creer lo que escuchaba. ¿Límites? Eso sonaba tan fuera de lugar viniendo de él que solo intensificó su nerviosismo. Aun así, Nathan no se detuvo, le dio un sorbo a su trago y la observó con detenimiento.

—¿Quieres jugar?

La pregunta resonó en la mente de Kate como una alarma. ¿A qué se refería? Ella negó con la cabeza, incapaz de articular una palabra.

—Vamos, será divertido. El juego es… 7 minutos en el paraíso. ¿Lo jugaste alguna vez?

Kate volvió a negar con la cabeza, esta vez más rápido, sintiendo su corazón acelerar peligrosamente.

—Entonces será interesante para ti —comentó Nathan, sonriendo de manera siniestra antes de sujetarla por los hombros y llevarla hacia un pequeño grupo de estudiantes que se arremolinaban en un rincón.

El pánico se apoderó de ella. No quería estar ahí, mucho menos participar en un juego propuesto por alguien como Nathan. Pero sus palabras quedaron atrapadas en su garganta mientras los otros chicos la observaban con miradas cómplices y sonrisas maliciosas.

—No… no quiero jugar… en serio —murmuró con voz temblorosa.

—¡Vamos, Kate! ¡Será divertido! —gritó alguien desde el grupo, arrancando risas entre los presentes.

—Bien, entonces… ¿quién entrará con ella? —preguntó Nathan, como si fuera el maestro de ceremonias de un espectáculo macabro.

Los estudiantes comenzaron a mirar a su alrededor, buscando un voluntario. De repente, una voz femenina se elevó por encima del bullicio:

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