𝖑𝖑𝖑. 𝕸𝖆𝖑 𝖕𝖊𝖗𝖘𝖔𝖓𝖎𝖋𝖎𝖈𝖆𝖉𝖔

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La respiración de Suguru aumentó al igual que su ritmo cardíaco, e incluso sintiéndose como si estuviese muerto, podía jurar que sí no moría allí mismo era por pura suerte.

Algo acarició su cuello, y luego sostuvo sus caderas, manteniéndolo en su lugar. De todas formas, no se movería. Bajó la mirada muy lentamente y, a pesar de estar congelado por el miedo, pudo procesar que aquello que sostenían sus caderas eran manos repletas de extraños anillos de oro. Manos de hombre, manos humanas...

¿Acaso aquella cosa detrás de sí era humana? Sintió un aliento cerca de su oreja derecha, provocando que su piel se erizase por completo, y obligándolo a cerrar sus ojos con fuerza.

—No podía esperar a que te quitases esa mierdecilla del cuello —Era una voz normal, incluso muy suave, baja. No había nada maligno, pero había algo en ella que le provocaba escalofríos.

Tal vez era la tranquilidad, o el silencio ensordecedor que se formaba cuando se hacía presente, a excepción del pitido en su oído izquierdo.

El aliento de Suguru se entrecortó al caer en la realidad: Iba a morir... realmente iba a hacerlo.

—¿Listo? —Intentó tragar saliva, pero apenas podía pasar aire por su garganta.

Aquella cosa iba a girarlo, e iba a asustarse, porque nada bueno podría esperarse del Diablo. Nada bonito, ni angelical. Solo perturbador y horroroso, tal cual mostraban las imágenes de los libros en su escuela.

Continuó con sus ojos fuertemente cerrados en cuanto las manos en sus caderas ejercieron una suave presión, volteándolo hasta estar frente a aquella cosa. Tan solo se oían sus respiraciones, y las pisadas en el piso de arriba.

Debía de abrir sus ojos y enfrentarlo. Ya era demasiado tarde.

Lentamente lo hizo, y el aliento quedó atascado en su garganta, admirando al mal personificado frente su diminuto cuerpo. No lucía como aquella criatura roja, con cuernos y una larga cola, la cual había visualizado en su mente. Tampoco había un espantoso e infernal rostro, o aquella cosa que había visto en la carretera, camino a la iglesia.

Definitivamente había algo, pero nada horroroso... simplemente era un humano.

El humano/demonio más precioso que jamás había visto.

Piel tan blanca como papel, podía confundirse fácilmente con alguien albino, figura delgada y alta. Su cabello era corto, lacio y claro. Sus labios eran finos, rojizos, con una nariz corta, mandíbula marcada, cejas levemente arqueadas y, Dios bendito, sus ojos; tan celestes como el cielo, aparentando en éstos un bello hogar de ángeles. Sin embargo, un cuarto del color era de un bordó, en el cual -muy probablemente- se refugiaban miles de almas. Sus pupilas estaban dilatadas, pero eran los ojos más hermosos que Suguru alguna vez admiró.

No pudo apreciarlos por mucho tiempo, porque cuando sus miradas se encontraban, el pitido en su oído izquierdo aumentaba, al punto en el cual creía que su cabeza estallaría.

De acuerdo, daba miedo. Claramente podía sentir el malestar al estar a tan solo tres centímetros, y su expresión le daba escalofríos. Bajó la mirada a la vestimenta de aquel hombre: llevaba una camiseta abotonada hasta arriba, de mangas largas y negra. Unos pantalones comunes, también negros, y zapatos muy lustrados. Lucían nuevos y, obviamente, del mismo color que toda su vestimenta. Los anillos de oro en cada uno de sus dedos le brindaron confusos recuerdos, los cuales no sabía si eran propios. Había visto a alguien así, con muchas joyas, pero no recordaba cómo, ni dónde.

Tampoco quería.

El hombre ladeó un poco su cabeza, alzando levemente el mentón con superioridad. Suguru no estaba totalmente seguro de si se encontraba impactado por el miedo o por la belleza de lo-que-sea-que-fuese frente a él.

Dancing With The Devil - SatosuguDonde viven las historias. Descúbrelo ahora