¿Quién eres? 2024

¿Quién eres?

He de recordarlo todo. Por mi bien, supongo, ¿o porque alguien me lo dijo? Sí, he de recordarlo todo; cada paso, cada estancia. Actualmente me hospedo en la habitación 23 del Best Western Oaks Inn, en la Ruta 87, vecino a La Vernia; condado de Wilson, en Texas. Por alguna razón, he de anotarlo al igual que hice con el resto de estancias. Conjeturo que en cierta coyuntura seré capaz de inferir en el significado de registrar cada uno de mis movimientos, aunque en estos momentos desconozco dicha razón. Pernocté en San Antonio la noche anterior, en el motel 6 en Downtown. Aquí lo especifica, sí. He revisado los últimos registros, con desconocimiento total de causa y con cierta conmoción por el trazo dibujado en mis viajes. Tengo una ligera impresión que relaciono con la cóngoja de desertar, y quizá por eso mantengo una línea directa con Houston. ¿Qué hay allí? Quizá esa cuestión haya transitado mi mente con recurrencia, cuya respuesta solo conozca el Joel Evans del pasado. Registro mi nombre en cada entrada, porque puede que lo olvide si no lo hago. Decido no correr riesgos.

Doy un vistazo a la habitación; austera y con cierto aspecto desgastado. Las paredes están cubiertas por una capa ambarina, originada por el tabaco, a la cuál contribuyo con un cigarrillo Wingston. Soy fumador, y no debería olvidarlo. No debería perder detalle, pues quizá mi vida dependa de ello.

Mi estómago emite borborigmos estruendosos, lo que lo ataño al hambre. Fuera del motel hay una cafetería; no lo sé a ciencia cierta, pero un vago recuerdo de haberla visitado la mañana anterior me es suficiente para saber de su existencia. Antes de aventurarme, revisaré la habitación minuciosamente; no sé si he dejado algún objeto de valor. Hay un velador anexo a la cama, pero tan solo contiene una Biblia. Dudo que me pertenezca, pues soy ateo. Reviso el escritorio y, salvo mi diario, no encuentro nada de valor. Hay una mochila bajo este, la reviso y encuentro una cartera que contiene cuatro dólares, mi identificación y un cheque de descuento de dos dólares y medio para el walmart. Además, encuentro una muda de ropa límpia y un conjunto de tres llaves con un mosquetón de tono verdoso, del cuál cuelga un osito de peluche urdido con lana. Sobre su regazo descansa un cartel que anuncia: Elin. No conozco a ninguna tal Elin.

Salgo al exterior. Es un día caluroso y hasta sofocante, por lo que conjeturo que será verano, o fechas próximas a dicha estación. El hambre acrecenta, y junto a ello se une la aridez que achaca mi garganta.

Mi suposición era cierta; hay una cafetería en el exterior del motel, pero donde había errado era en que dicha estancia se hallaba yuxtapuesta al motel en sí mismo. La cafetería se halla desolada a excepción de un maître que reluce una taza. Lo observo con detenimiento: Es una persona joven, de unos trenta y tantos, metro setenta quizá, y con una barba de tres días. Tiene una tez acentuada, pómulos sepultados bajo la hambruna y un lunar en la parte superior izquierda del labio.

—Buenos días, caballero —dice—. ¿Qué le apetece?

—¿Qué tiene para comer?

—Puedo servirle tortitas con sirope de chocolate y un café, si así lo desea. Es el desayuno favorito de nuestros tempraneros, pues la cocina no abre hasta las diez.

El reloj analógico que decora la pared, tras las damajuanas y botellas que contendrían, inefablemente, licores de altos grados, marca que restan veinte minutos para las nueve. Asentí y el maître me indicó que me sentara en una de las mesas anexas a la terraza, pues fuera, pese a la que la noche había sido fresca (o eso supuse), el calor era bochornoso. Mientras aguardaba el desayuno, revisé mis escasas pertenencias en búsqueda de una pista que indicara cuál debía ser mi próximo movimiento. ¿Me dirigía a algun lugar o huía de él? Si alguna vez conocí la respuesta, ¿por qué no la anotaría en el diario? ¿lo sabría el Joel de otrora o improvisaría sobre la marcha? Quizá comer revitalizaría mi mente y expulsaría ciertas respuestas.