Prólogo.

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Fue la primera vez que me permití manchar mi ropa.
Fue la primera vez que me permitieron usar la fuerza.
Fue la primera vez que me enfrenté a esa.

¿Valió la pena?

Dejé que mis manos se enterraran en su estómago, dejé que se quemara con mi tacto y mis lágrimas que caían sobre sus intestinos, que salían de mis ojos sin pedir permiso.

Dejé que la lluvia mojara mi pelo, que llegara a mi capa, que la traspasara, que me mojara a mí.

Fue la primera vez que hice algo sin una orden de por medio.

Él no debería de estar orgulloso de mis acciones, pero fue él quien, indirectamente, me incitó a hacer esto.

Pensé que, al menos, podría ocuparme de ésta sin problemas, pero ya habían un par de ojos testigos, por más que ninguno podía acusarme; uno era el pecado en vida, lo que acabo de cometer; y el otro era la vida misma, con la que acabo de terminar.

Pero ahora él estaba de acuerdo.

¿Qué pensarías vos ahora, eh?

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