El primer día, nada grave ocurrió. La pantalla de los televisores solo mostraba estática, y los dispositivos móviles apenas captaban señal. Las noticias parecían haberse desvanecido en un silencio inquietante, como si el mundo estuviera detenido en un limbo de incertidumbre.
Al segundo día, el panorama no mejoró. Solo había un canal en la televisión que transmitía una grabación continua con el mensaje de refugiarse. El contenido del mensaje era escueto y repetitivo, una simple advertencia que no ofrecía detalles ni soluciones. A pesar de la aparente calma, un sentimiento de inquietud creció entre nosotros. La falta de información clara no hacía más que aumentar la ansiedad.
El tercer día, mi desesperación comenzó a manifestarse. No fui el único; en el vecindario, la gente empezaba a mostrar signos evidentes de nerviosismo. La frustración se palpaba en el aire. La ausencia de eventos significativos después del mensaje, y la falta de respuesta de las autoridades, nos dejaban en un limbo de incertidumbre. Las estaciones de policía y los periódicos estaban cerrados, y la sensación de abandono era palpable.
El cuarto día, el descontrol se apoderó de la ciudad. Las tiendas de ropa, los mercados y los establecimientos de armería estaban abarrotados. La gente compraba todo tipo de suministros de supervivencia como si el fin del mundo estuviera a la vuelta de la esquina. Los vagabundos, aprovechando la confusión, habían formado una especie de vanguardia y atacaron una estación de policía que se encontraba cerrada para apoderarse de las armas almacenadas. Aunque el caos era evidente, la preocupación principal de la mayoría era reunirse con sus familias, y el desastre apenas lograba conmover a la multitud.
El quinto día, los intentos de comunicación con familiares en el extranjero fueron en su mayoría infructuosos. Los aeropuertos habían cerrado sus puertas tanto para entradas como salidas, bloqueando cualquier intento de contacto con el mundo exterior. La desesperación de no poder comunicarse con nuestros seres queridos, se sumaba a la creciente sensación de desesperanza. En mi caso: no podía comunicarme con mi novia, que se había mudado a las afueras del país; ni con mi padre que trabajaba de militar para unos políticos.
El sexto día, la falta de respuestas de las autoridades era casi surrealista. El intendente, que debería haber sido nuestra fuente de calma, había desaparecido, y los policías locales no tenían información adicional. El ejército o el mando superior parecía haber desaparecido de la faz de la tierra, dejándonos en un vacío informativo que solo aumentaba nuestro pánico.
Al séptimo día, la situación llegó a un punto crítico. La gente había empezado a fortificar sus hogares: ventanas de metal, cercas con púas y puertas reforzadas se convirtieron en lo habitual. La paranoia se había apoderado de nosotros, y la ciudad estaba cubierta de improvisadas barricadas. El octavo día, la incredulidad se convirtió en un sentimiento predominante. A pesar de la preparación y el temor, no había señales claras de lo que había sido anunciado. La vida parecía continuar, y muchos comenzaron a cuestionar si todo había sido una farsa.
Pero el noveno día, algo extraordinario ocurrió, y la realidad se volvió aún más surrealista. En la plaza central, cerca de los bancos de espera, había una figura encapuchada, sentada en el suelo con una bata que cubría su cuerpo. Había estado allí durante horas, inmóvil, con la cabeza agachada. La gente comenzó a acercarse, preguntando con curiosidad de dónde era y cuál era su nombre. Algunos tocaban sus brazos con indiferencia, mientras otros insistían en que se quitara la capucha y mostrara su rostro ya que su presencia incomodaba.
La figura permaneció inmóvil, y la creciente impaciencia de la multitud llevó a algunos a reclamar con más insistencia. Finalmente, el desconocido se levantó lentamente. En ese momento, la bata se deslizó de sus hombros, revelando una escena que paralizó a todos los presentes. Bajo la capa, el cuerpo era una aberración: no tenía brazos, y la piel parecía dividida en secciones que formaban cuatro tentáculos en la parte superior.
El desconcierto se convirtió en terror. La multitud retrocedió, horrorizada, al ver esa grotesca deformidad. La realidad de lo que estábamos enfrentando nos golpeó con una claridad brutal. El mensaje de la transmisión ya no era una mera advertencia; era la antesala de un cambio aterrador en nuestro mundo.
La confusión y el miedo se apoderaron de nosotros. Aquella figura siniestra era solo el primer indicio de una invasión que habíamos subestimado. Lo que había comenzado como un mensaje críptico en la televisión se estaba transformando en una invasión directa y tangible de seres que no conocíamos.
Mientras la gente corría en todas direcciones siendo atacada por el espécimen, a lo lejos yo permanecí paralizado, observando la escena que se desarrollaba ante mis ojos. La ciudad, que antes de aquella transmisión había sido un lugar de rutina y normalidad, ahora se convertía en un campo de batalla de incertidumbre y terror. La invasión ya no era un concepto abstracto; era una realidad brutal y peligrosa que amenazaba con consumirnos a todos.
El noveno día marcó el verdadero comienzo de nuestra lucha. Ya no había tiempo para dudas ni para preparativos. Lo que había sido un mensaje de advertencia se transformó en una batalla por la supervivencia. En ese momento, comprendí que el mundo que conocíamos había llegado a su fin, y el verdadero desafío apenas comenzaba.
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INVASORES: EL PRINCIPIO DEL FIN
Science FictionVivíamos en un mundo roto, inundado por la corrupción, el robo, el mercado negro, la prostitución, y la violencia desenfrenada. Lo veíamos a diario en las noticias, como si fuera algo normal. Pero todo eso cambió de golpe. El 30 de abril de 2017, lo...