HAMBRE
KNUT HAMSUM
Hambre Knut Hamsun 2
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PRIMERA PARTE
Era el tiempo en que yo vagaba, con el estómago vacío, por Cristianía, esa ciudad singular
que nadie puede abandonar sin llevarse impresa su huella...
Estoy acostado en mi buhardilla, no duermo; oigo sonar las seis en un reloj vecino. Hay
mucha claridad y la gente comienza a moverse por la escalera. La pared de mi habitación,
correspondiente a la puerta, está empapelada con números viejos del Morgenbladet. Puedo ver
en ellos distintamente un «aviso» del director de Faros, y un poco a la izquierda, grande y
ancho, un anuncio de pan fresco, de Fabian Olsen, panadero.
Abrí por completo los ojos y, siguiendo una inveterada costumbre, me di a pensar si tenía
algún motivo de alegría. Ante los apuros de los últimos tiempos, todos mis efectos habían
tomado, uno tras otro, el camino de la casa de empeños. Abatido y nervioso, dos o tres veces tuve
que guardar cama durante todo el día, a causa de los vahídos que me daban. De vez en vez,
cuando la suerte me sonreía, llegaba a cobrar hasta cinco coronas por un artículo en algún periódico.
Avanzaba el día y yo seguía leyendo los anuncios que estaban junto a la puerta; llegaba a
distinguir los finos tipos de letra: Mortajas, en casa de la señorita Andersen, a la derecha de
la puerta cochera. Oí dar las ocho en el reloj de abajo antes de levantarme para vestirme.
Abrí la ventana y miré. Desde donde estaba veíase una cuerda para tender ropa y un
terreno inculto; al final del fuego de una fragua, quedaba un hogar apagado que algunos obreros
se disponían a limpiar. Me acodé en la ventana y examiné el cielo. Sin duda se presentaba un
día hermoso. Había llegado el otoño, la estación delicada y fresca en la que todas las cosas
cambian de color y pasan de la vida a la muerte. En las calles había comenzado ya el ajetreo y
el ruido me invitaba a salir. La vacía habitación, cuyo piso ondulaba a cada paso mío, parecía
un lúgubre féretro desajustado. La puerta carecía de cerradura segura, y la habitación, de estufa;
solía acostarme por la noche sobre mis calcetines para encontrarlos un poco secos al día
siguiente. El único objeto con que podía distraerme era una pequeña butaca roja, de báscula, en
la que me sentaba por la tarde para soñar en muchas cosas. Cuando el viento era fuerte y las
puertas de abajo estaban abiertas, se oía toda clase de extraños silbidos a través del piso y de las
paredes. Y allí, cerca de mi puerta, grandes rasgones, tan anchos como una mano, se abrían en
el Morgenbladet.
Me incorporé, fui al rincón de la cama a inspeccionar un paquete, en busca de algún
alimento para desayunarme; pero no encontré nada y volví a la ventana.
«¡Dios sabe -pensé- si todo esto me servirá para buscar una colocación!» Estas