Siempre fui una persona de fé, arraigada a las creencias puestas en mi persona desde una edad temprana. Sabía con seguridad lo que estaba bien y lo que estaba mal, sabía de las tentaciones del diablo, sabía de los pecados, sabía que debía hacer para que cuando muriera estuviera en la gracia de Dios.
Algunas veces, regularmente en mis manos ratos, culpaba a Dios, lo culpaba de todo lo malo y cuestionaba si realmente existía o tan solo el universo era quien dictaba todo.
Pero, ay, cómo el haberle conocido fue algo por lo que he estado eternamente agradecido. Mi fe de vez en cuando había sido vacilante, pero verle me había convencido de que Dios no solo existía, sino que debió haberle tomado un tiempo extra hacerle de una manera tan perfecta como yo le veía.
Cada que caminaba parecía un precioso ángel flotando sobre el blanco mármol de la iglesia, predicaba tan hermosamente como un sacerdote, con la voz más divina que he escuchado jamás, ¿Era acaso así como se escuchaba el cielo? Estoy seguro que si. Cuando hablaba, creía que de sus labios se derramaba dulce ambrosía, que en sus palabras fluían profecías no escritas, que la divinidad corría por sus venas, tanto que creía que estaba hecho para adorarle en los pasillos llenos de velas de esa pequeña iglesia a la que había tenido la bendición de llegar al mismo tiempo.
Pero lo que más me fascinaba era su mirada, profunda y penetrante, que parecía ver directamente al alma. Me sentía desnudo ante su presencia, expuesto en mi totalidad, y sin embargo, me sentía seguro, sentía como si unas alas salieran de su espalda, pulcras y hermosas, y me envolvieran en ellas hasta deshacerme por completo.
Me encontraba perdido en sus ojos, como si estuviera sumergido en un océano calmo y cálido. Y en ese momento, supe que estaba condenado, condenado a amarle para siempre, a seguirle hasta el fin de los tiempos.
Pero, ¿cómo podía ser? ¿Cómo podía una persona de fe como yo, alguien que había dedicado su vida a servir a Dios, sentirse atraído por otro individuo del mismo sexo? Me sentía como un pecador, como un hereje, como un renegado.
Me sentía como si estuviera viviendo en un sueño, un sueño del que no quería despertar. Me sentía como si estuviera caminando sobre agua, sin saber si podía sostenerme o si me ahogaría en un paso en falso dirigiéndome a sus brazos.
Sentía tanta confusión, tanto miedo, por primera vez en mi vida, no sabía en qué debía creer, no sabía si seguir mi fé o mi corazón, estaba tan atemorizado, sentía que él cuadro de Jesucristo y la virgen María en mi habitación me juzgaban y lloraban por mis pecados, sabía que Cristo habia muerto por mi pecado.
Por mi culpa.
Por mi culpa.
Por mi gran culpa.
Me autoflagelaba al recordar lo había hecho, al recordad mis pensamientos, me sentía culpable de sentir, de pensar, me sentía culpable de amar, pero... ¿Qué dios no dijo que nos matamos los unos a los otros? ¿No era esto contradictorio?
Con cada latigazo en mi espalda se limpiaban mis pecados, y con el creciente ardor recordaba cada escena de lo que hice.
Recordé todo, los apasionados besos, el desesperado sexo en las habitaciones, el toque de su piel sobre de la mía, su mirada, los gemidos, recordaba todo con claridad, como una película, sabía que eso estaba mal, pero, oh mi Dios, como ansiaba verle de nuevo, como deseaba morder la manzana, deseaba devorarle.
Deseaba que bebiera de mi sangre y comiera de mi carne, deseaba entrelazar nuestros dedos, deseaba escuchar sus suspiros en mi oído.
Si Dios realmente existía, no me prohibiría amar, si en verdad la biblia dijera la verdad, estaría yo ahora en sus brazos en lugar de la oscuridad de mi habitación castigandome por amor.
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Dios me Abandonó.
PoetryUna compilación de poesía ligeramente oscura y bizarra, ligada a la religión y la oposición a ésta.