Prólogo

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El cuchillo rasgó su piel con facilidad, el cuello comenzó a sangrar a borbotones, tiñendo de un rojo carmesí sus ropajes.

La sangre caía como un río, de alguna manera le recordaba al río Tinto, por aquel color rojizo procedente de las minas de zinc cercanas a aquel corredor de agua.
El alma se separaba de su cuerpo, la vida se resbalaba de su ser y la muerte la tomaba entre sus brazos.

El claro era iluminado por la luz de la luna y la de una farola de luces parpadeantes. Se podían ver a las polillas revoloteando alrededor de la luz formada por aquella fuente de luz artificial.

La luna era testigo del acto que estaba realizando, e iluminaba la zona en la que se separó el alma de su presa. Estaban en un callejón oscuro, y se podía ver a un cuerpo tendido en el suelo y otro sosteniendo un paraguas y una pistola, de pie, gritando impotencia y superioridad.

La víctima tenía cabellos dorados como el sol y sus ojos, antes verdes, perdieron su brillo mientras miraban sin ver un vacío inexistente. Poseía unos vaqueros y un gersey de lana blancos los cuales se tomaron de rojo sangre, delirio de su sangre.

En cambio, la portadora de aquel arma de fuego, llevaba un vestido negruzco que le llegaba hasta los tobillos, el color de cabello era desconocido, por el paraguas que llevaba, un paraguas negruzco que no tenía utilidad bajo la lluvia, sino para las miradas ajenas e indeseadas.

Para aquellas miradas que le juzgaban.

Para aquellas miradas que impedían que realizase sus actos inmorales.

Se secó la pólvora de las manos es un pañuelo también negruzco como el alquitrán.

Comenzó a caminar, despreocupadamente, sin remordimientos, únicamente comenzó a caminar con pasos gráciles con las volandas de su vestido ondeando al frío susurro del viento.

Se adentró en un espeso oscuro y frondoso bosque. En el que esquivaba ramas y el crujir de las hojas secas contra sus negruzcos tacones resonaban levemente.

Sin apartar el paraguas de sus manos, reunió un conjunto de ramas del grosor de un puño, los reunió, entrelazandolos para evitar que rodasen por la hierba. Sacó de su bolso de piel negruzco una caja de cerillas, hizo entrechocar la cabeza de la cerilla contra el lado de la caja, haciéndola prender en una llama, consumiéndose, quemar para ser quemado, desintegrarse al final.

Observó durante unos instantes su leve fulgor, y pudo sentir su pequeña calidez en su rostro antes de lanzar la cerilla entre las ramas, formando que la pequeña llama se fuese agrandado, iluminaba el claro, el fuego iba aumentando de tamaño de una manera incontrolable, alimentándose de los cuerpos ramificados.

Al haber conseguido un gran cuerpo plasmático, arrojó el arma y sus ojos brillaron mientras veía cómo la pistola se derretía a causa del calor.

Al haberse librado del arma, decidió deshacerse del resto de pruebas.

El cuerpo lo dejó en aquel callejón, por lo que tuvo que quitarse los guantes y arrojarlos junto con le arma de fuego.

Se acercó a un río que estaba a unos pocos pasos y agarró un cubo destartalado y lo colmó de aquel líquido cristalino y necesitado para la vida.

Hizo ademán de regresar a donde el humo se liberaba, notándose como una nube grisácea .

Arrojó el interior del cubo a donde se encontraban la pruebas ya eliminadas.

Se pudieron ver cenizas, y únicamente la luz de la luna fue testigo de que aquella hoguera consumida no es la única no será la misma.

Asesina nocturna Donde viven las historias. Descúbrelo ahora