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—Hola Ruth.

La muchacha pegó un salto en su lugar. Estaba tan sumergida en sus pensamientos, que no escuchó a la mujer entrar.

—Buenas tardes, dígame ¿En qué le puedo ayudar?

Trató de recordar si su madre le dejó algún pendiente. Bajo la vista y buscó en el cuaderno si tenía algún producto que entregar.

— ¿Acaso viene por algún pedido? De ser así, ¿Me podría dar el número de guía que viene en...?

—En realidad—La interrumpió—quería saber si venden velas aromáticas.

Ruth se quedó boquiabierta, era una clienta de verdad.

—Si, por supuesto.

Se dirigió al otro lado del mostrador, donde estaban varias cajas de cartón. Miró de reojo a la mujer. Se percató de que al entrar le habló por su nombre, lo cierto es que no la recordaba de ningún lugar, a lo mejor era conocida de su madre. Se le figuró que era ejecutiva de algún banco, o maestra. Se decidió más por la segunda opción, a lo mejor era profesora de esa escuela de ricos que estaba en el centro. Su edad rondaría los treinta y tantos años. Tenía el pelo castaño a la altura de los hombros, partido en dos por un río que crecía al lado izquierdo de la frente y rodeaba el remolino sobre la coronilla.

— ¿Qué edad tienes, Ruth?

Ruth pegó otro salto. La voz de la desconocida tenía un efecto aturdidor.

—En dos semanas tendré quince años.

— ¿Estudias o trabajas?

—Las dos como puede ver.

Le pareció que la mujer escribió algo en una libreta, pero puede que solo fueran figuraciones suyas. Cuando encontró lo que buscaba, sacó tres muestras, una de color rosa, otra morada y la última natural. Volvió y las dispuso sobre el mostrador.

Notó que del cuello de la mujer colgaba un dije que se perdía bajo el escote de su chaqueta de rayas grises y negra. Bajo la solapa, del lado izquierdo, vio un símbolo extraño. Era una cruz perpendicular con ocho puntos alrededor. La distribución de los puntos, dos arriba de la intersección y los otros seis debajo y formando un ángulo a la base de la cruz, asemejaba ser la estela de un cometa, o la cola de algún animal.

—Cada una vale cien pesos, la rosa huele a canela, la morada a lavanda y esta otra a vainilla.

—Me llevaré la de vainilla.

Ruth la tomó entre sus manos y la acercó a la mujer. En ese momento la desconocida colocó por un instante sus manos sobre las de ella. No llevaba anillos de ningún tipo. Los dedos eran pequeños y estrechos. Le llamó la atención el tacto rugoso, como si estuviera acostumbrada al trabajo físico.

La mujer colocó la vela en su lado del mostrador. De su bolso sacó un billete de cien pesos, como si ya lo llevará de fuera. Se dio la media vuelta y se dirigió la salida. A media distancia, se detuvo y la miró por el rabillo del ojo.

—Disculpa, ¿Sabrás dónde queda una lavandería por aquí cercas?

Ruth negó con la cabeza. En el centro no había más que casa viejas, algunas de ellas embrujadas. Por otro lado, no conocía gran cosa. Nunca había andado sola y con su madre seguía los mismos caminos todo el tiempo.

—La verdad no.

La mujer apretó los labios. El color del labial que los cubría era de un rojo escarlata.

— ¿Estás segura?

Ruth se tensó. La única lavandería que había visto en los últimos días, fue dentro de un sueño, no en la realidad.

—Segura.

El silencio inundó la estancia. La mujer la miró con fijeza por un momento. Los ojos eran alargados, de aspecto amenazante. Luego, de la nada, sonrió. En realidad arqueo los labios rojos, su expresión no cambió en lo absoluto.

—Es una lástima. Estoy segura de haber visto una hace poco, aunque no recuerdo bien porque calle era. Bueno, no es la primera vez que me pasa. El otro día vi un cine en la calle Velazco y al día siguiente me dispuse a ir, solo para comprobar que el lugar era un estacionamiento. Me dicen que soy muy despistada y que confundo los lugares, yo me inclinó a creer que la ciudad está viva y que le gusta hacernos bromas crueles. Que puede haber más cruel que ser testigo de lo que pudo haber sido, ¿No te parece, Ruth? ¿Nunca te ha pasado, que de improvisto no sabes en que ciudad estás? ¿No sabes si estas soñando o esta es la realidad? ¿Cómo saberlo no? La gente ve, escucha, siente, percibe y aun así los sentidos pueden ser engañados, o confundidos.

Eso describía en parte los sueños de la última semana. Porque estaba segura de que eso habían sido, sueños nada más. Ficciones que su mente creo, tal vez por aburrimiento nada más,

—No sabría que decirle, nunca lo había visto de ese modo.

La mujer soltó una carcajada gutural.

—Discúlpame, en ocasiones me confundo y creo que otros pueden entender estas ideas que me pasan por la mente. Mis pacientes dicen que me gusta divagar. Como sea, que tengas una buena vida, Ruth, que estés bien.

La despidió con un gesto de la mano. Escuchó el sonido de sus zapatos de tacón un rato hasta que el sonido del reloj de casita se hizo más fuerte. Solo entonces, cuando se convenció de que se quedó sola otra vez, exhaló aliviada. Esa mujer le pareció aterradora.

Miró el reloj otra vez, había pasado media hora desde que su madre se fue a la tienda. Los dátiles empezaron a verse tentadores.


Las figuras del entresueñoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora