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El reloj avanzaba lentamente, las agujas deslizándose con precisión hasta detenerse. Exactamente dos de la madrugada. Afuera la pollería de Spreen ya había cerrado horas antes, dejando tras de sí una estampa inofensiva. Las luces apagadas proyectaban sombras largas y difusas sobre el rótulo “Cerrado” que colgaba torpemente de la puerta. A simple vista el lugar parecía una más entre tantas tiendas dormidas en la quietud nocturna, pero bajo esa fachada tranquila latía el verdadero corazón del negocio de dicho pelinegro. En las entrañas del edificio, un laboratorio oculto hervía de actividad clandestina, impregnado de olores químicos y secretos inconfesables.

Carrera, despojado de toda comodidad, se encontraba sentado en un taburete de metal que parecía absorber el frío de los azulejos pálidos a su alrededor. Su cabeza descansaba pesadamente contra la pared, mientras sus orbes verdosos normalmente llenos de emoción, se mantenía con una mezcla de inquietud y resignación.

Observaba los movimientos calculados de Spreen, sus manos se movían con la destreza de un cirujano al preparar una nueva dosis, la jeringa brillando con un reflejo casi metálico bajo la tenue luz del laboratorio. El aire estaba saturado de un olor acre, químico, que se colaba en los pulmones como un fantasma, haciendo que cada respiración se volviera pesada casi asfixiante. El goteo lento y persistente de una pipa en el fondo del cuarto rompía el silencio opresivo que reinaba en la sala.

Carrera se incorpora lentamente, su cuerpo tenso mientras sus ojos recorría el laboratorio con un nerviosismo palpable —¿Qué es esta vez? La última vez me tuviste vomitando por horas boludo.

Spreen lo mira y esboza una sonrisa helada, una máscara de indiferencia sobre su rostro —Eso fue culpa tuya por no seguir mis indicaciones —Levanta la jeringa, el líquido rosado en su interior destellando bajo la luz tenue —Esto va a ser suave, algo tranqui. Prometo que ni lo vas sentir.

Los labios de castaño se curvan en una mueca de duda mientras extiende su brazo lentamente, sin dejar de observar a Spreen con cautela —Siempre decís lo mismo ¿Cuánto me pagás esta vez?

Una sonrisa maliciosa asoma en el borde de sus labios —Lo suficiente como para que te olvides de cualquier malestar —Spreen se inclina hacia él con una precisión escalofriante, inyectando el líquido de la jeringuilla —En el fondo sabés que confiás en mí.

Carrera aprieta los dientes mientras siente el frío de la aguja penetrar su piel, seguido por un calor extraño extendiéndose en su interior —No es confianza, flaco…es saber que al final del día me vas a pagar —Cierra los ojos bruscamente intentando calmar la nueva sensación que se expande por su organismo —Y que por ahora no me has  matado.

La risa del azabache es un eco suave y oscuro, como si se deleitara en la simpleza de la respuesta —Lo que vos digas, Carrera__ Suelta mientras guarda la jeringa con un gesto despreocupado —Ahora sentate, quiero ver cómo reacciona tu cuerpo a esto —Sus ojos oscuros como pozos insondables, fijos en cada pequeño movimiento del castaño.

Carre se desploma en una silla cercana. Esta vez el efecto de la droga no se hace esperar. Siente es una oleada de calor abrasador, denso y asfixiante, un incendio interno que comenzaba a devorar su pecho. El aire se vuelve más espeso, sus pulmones luchan por tomarlo, cada inhalación se siente como si estuviera tragando vidrio molido. Sus palmas empiezan a transpirar profusamente, el líquido pegajoso corriendo por su piel y un temblor ligero, casi imperceptible comienza a propagarse desde sus piernas hacia el resto del cuerpo.

El mareo lo golpea de lleno, un vértigo intenso que hace que el suelo bajo sus pies parezca disolverse. Los colores a su alrededor empiezan a distorsionarse, vibrando y fluctuando, como si la realidad misma estuviera fragmentándose ante sus ojos. Un zumbido agudo perfora sus oídos, acompañado por un latido ensordecedor que siente en las sienes, como si su propio corazón hubiera decidido marcar un ritmo desbocado. El sudor frío recorre su espalda, el pijama azul que llevaba puesto se siente agobiante, un sabor metálico se le instala en la lengua, acre y punzante comienza a subir desde su pecho extendiéndose como una llamarada hacia su rostro. La cabeza le da vueltas y aunque una parte de él lucha por mantener los pies en la realidad, otra se pierde en la intensidad de la sustancia corriendo por sus venas. Spreen lo observa con la distancia fría de un científico ajeno al sufrimiento, fascinado por la reacción, como si Carrera fuera solo un experimento más en su repertorio.

Este frunce el seño intentando enfocar su mirada desorbitada en algún punto, pero el mundo a su alrededor se descomponía en manchas borrosas y luces que parpadeaban sin razón —¿Y si esta vez no me despertás?— Formula apenas, con la voz temblorosa entrecortada por el vértigo.

Spreen se inclina ligeramente hacia adelante, simulando estar pensando en algo, pero su voz gotea despreocupación —Seria una lástima, haces bien el rol como conejillo de indias —Sus ojos lo penetran con una intensidad que hacen estremecer a Carrera —No te preocupes pibe, no soy tan aburrido como para matarte así. Eso sería un desperdicio.

Las palabras de Spreen flotan en el aire como un veneno suave, un recordatorio de que en su retorcida lógica, la vida de Carre no vale más que el interés pasajero que pueda generar en ese preciso momento.

El chico ya tenia las pupilas dilatadas, enormes, absorbiendo la tenue luz del laboratorio. Las luces se deforman, como si todo a su alrededor se moviera en cámara lenta. Un nudo de náusea comienza a formarse en su estómago, y siente que podría vomitar en cualquier momento. Pero peor que el malestar físico es la sensación de perder el control de su propio cuerpo. Los músculos de sus brazos se tensan involuntariamente, un espasmo irregular sacudiendo sus dedos, como si su sistema nervioso estuviera rebelándose.

El aire, tan espeso como plomo, apenas pasaba por sus pulmones; cada respiración era un esfuerzo titánico, y sus labios temblaban sin control. Nublaba su mente, y un calor febril envolvía su piel, haciéndolo sentir atrapado.

La puta madre ¿Que mierda se había metido?

—H-hijo de puta... —Solto apenas con la voz entrecortada, el sonido salió de sus labios como un gemido ahogado, sentia la garganta áspera y la lengua pesada, entumecida.

Los latidos de su corazón retumbaban en sus oídos, como un tambor completamente irritante y agobiante.

La rabia, mezclada con la confusión, transformaban su tono en un susurro lleno de desesperación —Dijiste q-que sería tranquilo —El mareo distorsionaba su percepción de la realidad, una implosión de frustración. Apenas podía articular lo que su mente, aturdida, intentaba transmitir.

"La concha de su madre" Pensó Carrera.

Su cuerpo temblaba, los espasmos recorriendo su piel como hormigas invisibles. Sus manos, torpes y débiles intentaban aferrarse a algo, cualquier cosa, en un intento inútil de encontrar equilibrio.

Fue ahí cuando se desplomó en el suelo en un brusco ruido sordo.


































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