Cuando Stanford Pines despertó aquella mañana en la cabaña, con la cabeza palpitándole como si un tren hubiera pasado por encima, supo que esto era diferente. No era solo una resaca; había algo más, algo que se escapaba de su mente como arena entre los dedos.
Intentó recordar la noche anterior. Había imágenes borrosas: luces, música, y una risa que no pertenecía a nadie más que a un ser con quien había jurado no volver a cruzarse. Bill Cipher.
Ford se levantó con dificultad, sintiendo un mareo que lo obligó a sostenerse de la mesa. Miró a su alrededor; la cabaña estaba en su habitual desorden, pero había algo fuera de lugar. Sobre la mesa, un micrófono de karaoke con un cable enredado, y junto a él, una hoja arrugada con las letras de una canción que no reconocía.
Cerró los ojos y presionó sus dedos contra sus sienes, intentando forzar los recuerdos a volver. Entonces, una imagen clara surgió entre la neblina. Estaba en el bar del pueblo, uno que apenas visitaba, y Bill, en su forma humana, lo invitaba a cantar.
“No puedes vivir solo de libros y teorías, Fordsy. Vamos, una canción no matará a nadie”, le había dicho con esa sonrisa suya, peligrosa y encantadora a la vez.
Ford no sabía cómo, pero había terminado aceptando. Recordaba las risas, el calor del alcohol quemando en su garganta, y la voz de Bill, suave y seductora, cantando junto a él. Pero luego… todo se volvía borroso, como si algo, o alguien, hubiera apagado las luces en su mente.
De repente, la puerta de la cabaña se abrió de golpe, y allí estaba él, como si su sola presencia pudiera convocar tormentas. Bill Cipher, en su forma humana, apoyado en el marco de la puerta, mirándolo con una expresión que oscilaba entre la diversión y algo más profundo.
“Vaya, Fordsy, parece que la pasaste bien anoche. ¿Te duele la cabeza?” Bill cerró la puerta detrás de él y se acercó con pasos lentos, como un depredador acercándose a su presa.
“¿Qué hiciste, Bill?” La voz de Ford era tensa, mezclada con frustración e impotencia.
Bill sonrió, un destello de picardía en sus ojos. “¿Yo? Solo te mostré un poco de diversión. Después de todo, ¿cuántas veces puedes decir que has cantado un dueto conmigo?”
“Algo pasó. No lo recuerdo, pero sé que no fue solo el karaoke. ¿Qué hiciste conmigo?” Ford lo miró directamente a los ojos, buscando alguna pista en ese abismo dorado.
Bill se inclinó hacia él, su rostro peligrosamente cerca, el aliento cálido contra la piel de Ford. “¿De verdad quieres saberlo, Fordsy? A veces, la ignorancia es felicidad.” Su tono era suave, casi susurrado, pero había una corriente eléctrica en el aire entre ellos.
Stanford no podía apartar la mirada, atrapado en esos ojos que parecían ver dentro de él, despojándolo de sus defensas. Su corazón latía con fuerza, y aunque sabía que debía alejarse, que debía detener esto antes de que fuera demasiado tarde, no lo hizo.
“No juegues conmigo, Bill,” murmuró, su voz temblando ligeramente. “Si hiciste algo…”
“¿Algo como esto?” Bill cerró la distancia que quedaba entre ellos y, sin previo aviso, presionó sus labios contra los de Ford.
El mundo pareció detenerse. El beso era inesperado, ardiente, y lleno de una pasión que Ford nunca había anticipado. Su mente le gritaba que se apartara, que no cayera en la trampa, pero su cuerpo no respondía. En lugar de eso, se encontró correspondiendo al beso, sus manos encontrando el camino hacia la nuca de Bill, profundizando el contacto.
Los recuerdos comenzaron a fluir de nuevo, como si el beso hubiera desbloqueado algo en su mente. Vio fragmentos de la noche pasada: él y Bill riendo juntos, susurrándose secretos en el oído, y un momento, en la penumbra del bar, donde Bill lo había mirado como lo hacía ahora, con un deseo que no podía ignorar.
Finalmente, cuando el aire se hizo necesario, Bill se apartó, pero solo lo suficiente para que sus labios apenas rozaran los de Ford. “No olvides, Fordsy, que los recuerdos son solo lo que hacemos de ellos. Quizás fue solo una noche de karaoke… o quizás fue mucho más. Depende de ti decidir lo que quieres recordar.”
Stanford lo miró, su mente una tormenta de emociones y pensamientos contradictorios. Sabía que Bill era peligroso, que era un maestro de la manipulación, pero había algo en esos momentos juntos, algo que despertaba en él un anhelo que no podía negar.
“Lo recordaré,” dijo Ford finalmente, su voz baja pero firme. “Lo recordaré todo.”
Bill sonrió, complacido, y retrocedió hacia la puerta. “Espero que lo hagas, Fordsy. Porque yo nunca olvido una buena noche.” Con una última mirada cargada de promesas, desapareció por la puerta, dejando a Ford solo con sus pensamientos y el sabor de un beso que no podría olvidar.